Tanto ejercicio en casa y caminata vespertina me está dejando baldado. Anoche volví a quedarme dormido hacia las once de la noche por segunda vez en una semana. Algo insólito en mí, que suelo quedarme hasta las tantas leyendo en la cama. Pero, asco de vida, eso no significa que duerma las ocho horas mínimas que los expertos juzgan necesarias para llegar a viejo, sino más bien que me despierto antes. Hoy estaba despierto a las cuatro y pico de la mañana. Demasiado pronto para levantarme y demasiado ruido de ultratumba a mi alrededor para reconciliar el sueño. De modo que he dado una vuelta por la casa, bebido agua, tapado al enano, comprobado que el mayor no había aplastado a la hembra canina con la que comparte lecho y vuelta al catre conyugal donde la intensidad de los ronquidos parecía haber remitido, con lo que he intentado una segunda cabezadita.
lunes, 16 de diciembre de 2024
INVIERNO A LA VISTA
Empero, en esta ocasión todo han sido pesadillas y de las muy absurdas. Resulta que llevaba a mi señora madre a una clínica decimonónica para una consulta de lo suyo, de la espalda y de todo un poco. Como debía ser un matadero del Opus como ese otro de Pamplona al que delegó a mi madre hace siglos el médico de Txagu que la descuajeringó la espalda para que no lo denunciara, yo me negaba a entrar y esperaba fuera junto al muro de ladrillo que rodeaba el jardín de la clínica -insisto que era del estilo del hospital bilbaíno de Basurto-.
Entonces, cuando estoy mirando el móvil sentado junto al muro, de repente me tiran por detrás del cuello de la chamarra golpeándome contra el muro. Me doy la vuelta y resulta que es un maromo, un chaval vestido como de película americana de los años cincuenta, con tupe y todo, que estaba dándose el lote con una pava. Le pregunto airado a ver de qué va, a qué ha venido eso, y el tío venga a reírse como para presumir delante de su chorba de que se la suda todo. No me aguanto y le arreo una hostia de las de puño cerrado en todos los morros. Pero resulta que el pavo tiene tanta carne en los carrillos que estos le sirven de amortiguadores. Apenas consigo arrancarle unas babas de su sebosa jeta. Eso me encabrona más, así que me levanto para aplicarme a degüello contra el interfecto, cuando la novia o lo que fuera se interpone entre los dos. El tipo empieza a hacerme burlas detrás de la chica, a retarme a la vez que mueve a cámara lenta el sebo que le cuelga por todas partes. Intento alcanzarlo por todos los medios pero la chica se interpone suplicándome que no lo mate, que va a ser el padre de su futuro hijo. No le doy a ella de milagro por boba y porque de repente aparece mi madre en lo alto de la escalera empinada por la que se accede a la clínica.
Corro a atenderla porque con todo lo que tiene encima entre una negligencia médica y otra el equilibrio es un lujo al que renunció hace ya tiempo. Le preguntó qué le ha dicho el médico, me contesta que tome unas pastillicas y sobre todo que ande con mucho cuidado para no lastimarse. Momento en el que va la burra de ella y al ir a bajar la escalera, la cual repito que es empinada de cojones, se salta varios escalones de golpe y no se precipita contra el suelo porque estoy yo allí para sujetarla, con lo que pesa la vieja. Pero bueno, es un sueño y siquiera en éste parece que tengo la fuerza de un Sansón de provincias. Entonces me veo reprendiéndola, que tenga cuidado al pisar, que recuerde lo que le ha dicho el médico. Eso y, a decir verdad, partiéndome el culo por dentro, porque si ya no te ríes...
Ahí se acaba el primer sueño o al menos lo que yo recuerdo. Luego hay un segundo sueño en el que me bajo con unos amigos en la estación de tren de Donosti. Somos unos veinteañeros y hemos ido a pasar el día a la capital de Giputzilandia; pero, por lo que sea, a señorita V le ha dado por ir a hacer surf antes de parar en lo viejo, eso cuando todavía se podía parar en lo viejo porque los únicos turistas eran los que entraban en tropel con casco y lanzapelotas, a ponernos ciegos de pinchos, zuritos, tinto, chacolí y lo que se terciara. Yo me niego porque estamos a principios de diciembre y no me parece de recibo meterse en el Cantábrico por muy domesticado que esté en la bahía que nos ocupa. De modo que me quedo solo paseando por la playa de la Concha.
Como resulta imposible no caer bajo el influjo de esa variante local del Síndrome de Stendhal que consiste en quedarse embobado observando desde la playa el “Marco Incomparable” de los cojones, enseguida me arrepiento y decido ir a verles surfear. Creo que en el sueño somos unos chavales, pero aun así el espectáculo de verlos sobre una tabla de surf está asegurado; nunca lo hemos hecho, ni siquiera se nos pasó por la cabeza, somos más de secano que las abutardas cojas y lo más parecido a surfear ha sido cuando resbalábamos a la salida de los baños de los bares de lo viejo en fiestas, y ya más en concreto por las escaleras del baño de Estitxu, un bareto de lo viejo de Gasteiz donde los camareros apuntaban marcas por cada caída junto al nombre de los clientes habituales, a veces doble marca si el hostiazo era de los de hacer la ola y en ese plan; si llegan a dar premios, tipo una botella de Cava o un viaje a Canarias, ya me sé de uno que habría acabado alcohólico o con acento canario, y no, no sería yo precisamente. No los encuentro y vuelvo a encabronarme, se ve que de eso va también la segunda tanda nocturna. Decido volverme a Vitoria por mi cuenta.
Entonces me pierdo y no encuentro la estación, lo que ya tiene cojones porque viví una temporada larga en Donosti y me conozco la ciudad como la palma de mi mano, si bien puede que sereno no tanto. Al final me monto en un tren sin mirar siquiera la dirección. El tren para en Zumárraga porque, recuerdo que en mi sueño he vuelto a mis años mozos y hay bronca diaria para no variar. La alegre y combativa muchachada patria ha cortado la vía como protesta por, yo qué sé ahora, algo de la conquista de Navarra por parte de las tropas del Duque de Alba o cualquier otra melonada por el estilo, qué más da.
Me temo que me toca pasar noche en tan hermosa villa fabril, ¿o era febril? Es un decir, claro -oye, ya lo siento por los nativos, pero cada cual tiene sus traumas de juventud y yo atesoro un episodio allí que... no viene al caso-. Entonces llamo a mis colegas desde una cabina para preguntarles dónde hostias se habían metido y ya de paso cagarme en todos sus muertos y así en general también en los de todos los surferos del mundo habidos y por haber. Me contestan que ellos hace ya rato que han vuelto a Gasteiz, que soy yo el que los ha dejado colgados en la playa para subirme hasta Igeldo en el funicular, no sé qué de los autos de choque. Creo que mis gritos con el cagúendios de rigor al principio y final de cada frase llegaban hasta la vertiente mediterránea, de Zalduondo hacia abajo, digo.
Luego hace ya un rato que me he levantado definitivamente de la cama. Hace una mañana comienzo de fin de semana fría pero soleada, un invierno de nostalgias y tal, recordatorio anual del ocaso de nuestras existencias y tiempo de inventario para inminentes depresiones. Y aquí lo dejo porque, teclea que teclea, la italiana ya ha empezado a pitar; vamos a desayunar.
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