Lo peor del terrorismo, aparte de los muertos y el dolor de sus familias y amigos, ha sido también la convicción de que la sociedad estaba moralmente enferma, vivir rodeado de personas a las que incluso estimabas, con las que congeniabas ycompartías no pocas cosas, personas que podían defender causas nobles, muchas de las tuyas, y hasta demostrar una sensibilidad exquisita en cualquier aspecto de la vida, pero que cuando había un atentado ya no sólo miraban hacia otro lado sino que incluso lo justificaban con la escusa del contencioso de marras o tirando de argumentos de lo más peregrinos, queriendo hacer de lo obvio, el asesinato, una anécdota, como si esa supuesta coyuntura, la locura en que vivíamos sin ir más lejos, justificara por sí misma tanta sangre derramada. Eso y que mientras unos morían otros eran perseguidos o marginados por sus ideas, vivían en un permanente estado de excepción con escolta o sin ella, cuando no hacían directamente las maletas, y eso no parecía importarle a nadie o muy poco; "algo habrán hecho", "no son de los nuestros". De ese modo a uno ya no le cabía duda alguna acerca de qué tipo de sociedad, qué clase de país supuestamente libre, podían tener en la cabeza tanto los que empuñaban las armas como los que les justificaban y hasta jaleaban, cualquiera menos uno en el que a mí me habría gustado vivir, porque en un país así, nacido de la eliminación del contrario, no sólo no se podría ser libre sino tampoco decente.
Pero claro, es que llovía sobre mojado, porque eso que hacían los de ETA y sus acólitos no dejaba de ser, a su escala, con sus medios y la distancia, exactamente lo mismo que habían hecho décadas antes los franquistas con todo aquel que no era de su agrado, la eliminación física de la disidencia, del enemigo. Fue sobre el terreno en el que se llevó a cabo el genocidio franquista durante y después de la guerra que levantaron su Nueva España, la que volvía a renacer, la que muchos creyeron finiquitada con la muerte del tirano, la aprobación de la Constitución del 78 y en general por aquel pacto de no agresión entre diferentes que llamaron La Transición.
Así pues, ETA ha dejado de matar, se le exige que entreguen las armas y a sus seguidores que reconozcan el dolor infligido. No parecen estar por la labor, dicen que es demasiado pronto, algunos hasta aseguran que no tienen por qué hacerlo, que lo que hubo es una guerra de baja intensidad con dos bandos perfectamente diferenciados y que cada cual aguante su vela. Es una postura que indigna, irrita, porque a la mayoría, aún reconociendo las culpas también del otro lado, sus muertos, torturados y otros despropósitos, no nos cabe duda de que si alguien tiene que pedir perdón. sobre todo porque su única razón de ser ha sido precisamente hacer daño a terceros, esa es ETA y sus amigos, son ellos los que crearon el caldo de cultivo para que la gente mirara hacia otro lado, para que el miedo a no ser señalado, a opinar a la contra, a enfrentarse al matón perdonavidas de turno, los que envilecieron la convivencia entre la gente hasta el punto de que defender lo obvio, que la vida de las personas es sagrada, te colocaba de inmediato en el lado de sus enemigos.
No obstante, con ETA a un lado y su fracaso más que evidenciado, ahora toca honrar a las víctimas, sí, las de todos los lados, y sobre todo recomponer la convivencia, que no es, como bien describe el amigo Bixente, tanto que se hagan amigos los que dejaron de serlo o los que nunca lo fueron, como que por fin se pueda vivir sin miedo al otro, defendiendo cada cual su ideario sin echarse los trastos a la cabeza, sin intentar doblegar al contrario por la coacción venga de donde venga.
Pues bien, no parece que por ahí vayan los tiros, al menos no los de algunos cuando quieren hacer de la derrota de ETA poco más que un alto en el camino de su estrategia hacia la victoria final pese a quien pese y sobre todo a quien tengan delante, como si no tuvieran las manos manchadas de sangre. Y tampoco son esos los tiros de los que se echan las manos a la cabeza como con la portada de ayer de La Razón porque un joven director vasco ha grabado un reportaje sobre su relación con un miembro de ETA que además es su amigo íntimo, un ejercicio de reflexión que en ningún caso es una vía publicitaria o exculpatoria de éste, pero que de hacer caso al escándalo que algunos pretenden ver en ello parece como si el sólo hecho de haberse atrevido a emprender semejante proyecto ya habría descalificado a su autor casi que como un amigo de los terroristas, uno de ellos. Porque eso es lo que hay en esta España que parece querer seguir resolviendo los problemas como en el pasado, a golpe de anatema, con la eliminación de la vida pública ya no sólo del anatemizado sino también o sobre todo del debate. Todo lo relacionado con ETA y sus alrededores es tabú, una afrenta a la memoria de las víctimas convertida ya en el cajón de sastre de la que sacar certificados de limpieza de sangre democrática de los demás. De ese modo ahí está la eterna España de los inquisidores, decidiendo quién es cristiano viejo y quién no, quién debe ir a la hoguera aunque se le haya sacado su confesión bajo tortura, llámale ahora presión mediática.
Pero lo más curioso de todo, lo que de verdad revuelve las entrañas, es que, mira tú qué casualidad, los nuevos inquisidores son nada más y nada menos que los de siempre, o en su defecto sus sucesores directos o no. Los mismos que rubricaron con su firma y sus actos la España que surgió del genocidio del enemigo republicano, siquiera ya sólo del vecino al que se le tenía ganas y que no supo o no pudo ponerse a tiempo en el lado de los vencedores. Son los que se niegan a condenar el franquismo como lo que fue, que incluso lo defienden diciendo que fue una cruzada en toda regla para arrancar de cuajo las malas hierbas que amenazaban a España, los que niegan la memoria a los familiares de sus víctimas, los que hablan de volver a hacerlo en el caso de que se dieran las mismas circunstancias. Y no son sólo los nostálgicos falangistas con una copa de más, ni siquiera los cargos de un partido que se dice democrático, también los son esos cargos medios puestos a dedo cuando dan el visto bueno al nombramiento de un tipo que dice no reconocer ni la Constitución ni el rey que ellos defienden, que llama cruzada a lo que decíamos antes. Y qué más da que repitamos esto una y otra vez, que pongamos el ejemplo de lo inconcebible de un juez militar en Alemania que hubiera justificado el Holocausto y se hubiera declarado un ferviente admirador de Hitler. Qué más da si parece que estemos jugando una perpetua partida de frontón en el que los argumentos que apelan a la decencia, a los valores éticos por encima de la familia, clan o bando de cada cual, que no, no es lo mismo lo que hicieron unos que otros, no vale decir tampoco que los otros de haber podido habrían hecho los mismo, hacer justi-ficción, son arrojados sobre una pared para que reboten de inmediato sobre otros que te los devolverán en forma siempre de contraataque; "pues tú más". Porque tú ya puedes decir misa, que no, no hay tu tía, los mismos que expiden credenciales de democracia al prójimo son los que llegado el caso se la pasan por el forro de los cojones para justificar lo injustificable sólo porque se trata de la memoria o el honor de sus padres o sus abuelos. Pues eso, escándalos a la carta, indignaciones según el bando en el que luchó tu padre o tu abuelo, las cosas nunca de acuerdo a unos principios éticos y democráticos elementales, esto es, para todos, sino siempre según del lado de la tortilla que toque en cada momento; España eterna.
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