El día de su cumpleaños había recibido tantos mensajes deseándole un feliz día que llegó un momento en el que se preguntó:
-¿Y por qué no? Mi mujer ya me ha felicitado a la mañana antes de irse al pueblo con los niños a casa de sus padres. Tengo toda la casa libre para mí, para prepararme la comida que más me gusta y beber una cerveza detrás de otra sin que nadie me regañe. También podré leer y escuchar música a mi antojo sin que nadie me moleste, incluso me puedo permitir ver en el canal de pago esas películas que mi mujer nunca quiere ver porque dicen que son un rollo sin saber incluso de qué van. Puede que hasta me trague un documental. Y qué decir de ir por casa como me dé la gana, en gayumbos, con el plumero metido en el culo si hiciera falta. No es que esa sea precisamente mi idea de la felicidad, pero algo ya se le parece.
Entonces marchó corriendo a casa y, cuando giró la llave de la puerta para entrar, descubrió que su mujer le había organizado una fiesta de cumpleaños sorpresa por todo lo alto, que incluso había invitado a sus suegros. Y claro, tuvo que sonreír; la felicidad a partir de los cuarenta se paga muy cara.
Y por supuesto que también tuvo que mostrarse muy agradecido.
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