Ayer en la academia de música esperando a que saliera el pequeño. El hijo de los dueños que me abre la puerta, me saluda muy simpático, se mete en la oficina-recepción donde suele estar su padre, remueve papeles, los rellena, los reparte, atiende a la clientela. Llega su padre, entra al cuarto acondicionado como oficina-recepción en el que hay un mostrador a través del cual los ves mover más papeles, fichas, discutir asuntos de la academia, hacerse guiños y risas, también ponerse serios, hacer aspavientos, no cansa poco ni nada la brega diaria con el prójimo. Es una pequeña academia de música, un pequeño negocio familiar, una lucha diaria más o menos cordial pero siempre intensa con los alumnos y sus familias, con los imprevistos del día a día, los vaivenes del negocio por temporadas, con el paso del tiempo. El padre está a jornada completa, el hijo acude por las tardes a echarle una mano, seguro que hace otras cosas, seguro que tiene sus más y sus menos con su padre, que a veces, muchas, se harta de sus manías e inercias, que discuten tanto como disfrutan de esa confianza siempre distante y tirante entre padres e hijos.
Yo asisto a todo esto desde mi asiento, con la mirada absorta en la nada cotidiana que observo al otro lado del mostrador, y no puedo evitar que me dé un vuelco el corazón, los que me conocen de verdad ya saben por qué. No me puedo sustraer a la nostalgia por mucho que perciba una tendencia a denostar el ejercicio de la memoria por parte de los que afirman que no sirve para nada, que siempre hay que mirar hacia adelante, extender un manto de olvido sobre lo que fuimos, no mirar hacia atrás ni para coger impulso. Yo creo que la temen y por eso la denigran, porque son incapaces de enfrentarse a lo que somos de verdad, no a lo que nos gustaría ser o haber sido, pasado, presente y futuro.
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