Al principio los vecinos de abajo eran la mar de simpáticos. Una pareja de ancianos encantadora. Siempre saludaban y cuando coincidían con el padre y sus dos vástagos en el ascensor hasta preguntaban por los niños, a ver qué tal les iba en el cole, si estaban a gusto en la nueva casa. El padre les contestaba que en el cole como todos los críos, al menos la mayoría, mal, muy mal, que sólo pensaban en la hora de la salida para llegar a casa a ponerse a jugar con las máquinas, que no había manera de despegarlos de éstas. Entonces, el matrimonio de ancianos torcía el gesto como acostumbran a hacerlo la gente de su edad, esto es, casi que por inercia y como dando a entender el fastidio que les provoca la deriva hacia el apocalipsis final en la que está inmersa la sociedad desde que ellos se han hecho mayores, se han jubilado y ya prácticamente no les hacen caso ni sus hijos, puede que estos los que menos.
-Pues muy mal, esas máquinas son un peligro para la juventud, les están robando la infancia, les comen el cerebro -comenta la anciana.
-¿Y qué puedo hacer? Si ya les digo que las dejen, que se pongan a jugar a otra cosa, y no me hacen ni caso. Y eso cuando no me montan una tremenda pelotera porque les apago la máquina por las buenas -se disculpa el padre resignado.
-Pues muy mal. El problema es que ahora los padres no pueden con sus hijos. Yo no digo que les peguen; pero, un grito de vez en cuando para ponerlos en su sitio. -explica ella.
-Si yo ya les gritaría, pero no quiero molestar...
-Qué molestar ni qué ocho cuartos. Si hay que pegarles un grito se les pega y santas pascuas, que espabilen. Pues no nos pegaron pocos ni nada a nosotros cuando éramos críos -sentencia el marido con el aplomo que da haber estado recibiendo órdenes toda la vida de terceros.
A partir de ese día el padre no tuvo reparos en poner el grito en el cielo cuando veía que sus vástagos se dirigían a jugar con la máquina nada más llegar a casa. Y funcionó, vaya que sí funcionó, como que los pobres chavales se quedaban petrificados cuando veían a su padre perder completamente los papeles gritando como un poseso y profiriendo todo tipo de sonoros juramentos, como si hubieran sido ellos los que robaran el Vellocino de Oro. Ahora, a saber por qué, pero a partir de aquel día el matrimonio de ancianos dejó de dirigirle la palabra al padre; de hecho, incluso hasta lo esquivaban para no coincidir con él en el ascensor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario