Nieve en todo el norte. Día de atascos, resbalones y caídas. Día de botas, guantes y gorros de lana. Durará lo que duré el día, aquí en Oviedo y en otros puntos de la costa puede que sólo la mañana.
Día de nieve y, oh sí, faltaría, también de inevitable y terrible nostalgia de cuando la nieve caía de verdad y duraba varias semanas. Nostalgia del chaval que recuerda aquellos días de la ciudad sitiado por el temporal, arrastrando los pies camino del colegio como el que viaja preso a un gulag en Siberia, abriendo camino en el a veces metro y pico de nieve con aquellas botas de plástico por las que se colaba la nieve y al llegar a casa poco más que traías los pies a remojo y las manos como una pasa porque los guantes de lana, cuántas veces se lo tuve que decir a mi señora madre, no sirven para la nieveeeee. Luego ya llegaron las botas de montaña, los guantes de cuero y los gorros como para emular al Amundsen en su hazaña. Y así en general, el equipaje completo para después de clase salir corriendo hacia la Presen, el colegio de monjas más próximo al mío, a tirar bolas de nieve a las mozas a la salida; algo así como un rito iniciático para aquellos chavales que en plena pubertad arrojaban aquellas frías bolas de nieve sobre las cándidas féminas que a no más tardar provocarían en ellos no pocos quebraderos de cabeza y entrepierna. Eso o quedar con los del colegio rival en una campa cercana para intercambiar bolas de nieve en las que nunca faltaba alguna piedra con la que poder reventar por fin la cabeza del macho alfa del adversario.
Y también son días de recordar el éxodo familiar desde las faldas del Zaldiaran hasta la ciudad. Eso ya cuando la nieve amenazaba con quedarse sobre el asfalto de la carretera en forma de hielo dificultando el acceso en coche a la hondonada donde se encuentra nuestra casa. Entonces, el día de la evacuación, los hombres de la casa teníamos que tirar de pala para abrir camino entre la nieve hecha hielo con el fin de que el coche pudiera ascender la cuesta que nos aislaba del resto del pueblo. Días de acampada en la casa vacía de los tíos de Venezuela, donde nos reencontrábamos con la rutina urbana de antes de emigrar al pueblo a las afueras y que el chaval que yo era añoraba tanto porque la cosa esa del campo sólo he sabido apreciarla ya de mayor, quitando, claro está, las verbenas de los pueblos en verano para lo de a ver si pillamos con alguna aldeana, y las escapadas al monte con la cuadrilla siempre bien pertrechados con la imprescindible bota de vino y otros etílicos o alucinógenos elementos.
La nieve, la de entonces antes que esta de ahora, la cual dura lo que dura, nada, efímera como casi todo en esta época que nos ha tocado vivir, prácticamente un suspiro en comparación con aquellos inviernos de verdadera estepa siberiana.
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