Ayer, en realidad hace unas horicas porque no puedo dormir, el periódico de mayor tirada del País Vasco traía un reportaje sobre el asesinato de un alto cargo de la Ertzaintza en manos de ETA hacia finales de los ochenta. La efeméride servía al redactor para hablar del caso de los ertzainas que ejercieron de chivatos, informadores dirán algunos, de ETA y que luego, tras ser detenidos y cumplir pena de cárcel se distanciaron de la banda e incluso acabaron renegando de ella y condenándola. Una historia ni más ni menos luctuosa que tantas otras por aquella época y por razones similares. No obstante, es imposible que no se te remueva algo dentro cuando recuerdas aquellos hechos y pones caras y nombres a algunos de sus protagonistas, cuando sabes de los entresijos de alguno que no acabó precisamente bien, cuando rememoras al mismo tiempo el aciago devenir de toda una familia en la que, por diversas razones, se acumularon tantos dramas personales que sería imposible inspirarse en ella para escribir historia alguna porque el resultado, de atenerse a los hechos tal y como sucedieron, daría irremediablemente en un culebrón macabro donde confluyen el terrorismo, muertes por sobredosis, por accidente de tráfico, suicidio, y así en general un exceso de dramas que, insisto, impediría credibilidad alguna. Uno de esos casos donde la realidad, todo hay que decirlo, resulta una pésima novelista. Y además para qué, para regodearte en la desgracia ajena, en este caso del vecino en el más estricto sentido del término, para servirte de ella con el fin de retratar una época cuyo relato literario todavía está en pañales por mucho éxito que haya tenido Patria y otros. Eso y que para qué utilizar esa y no otra historia cuando en realidad no son pocas las que puedes encontrar a tu alrededor para los mismos fines, historias que te acompañan a mayor o menor distancia y de las que probablemente podrías escribir con mejor tino, y sobre todo sin hacer daño a terceros casi que gratuitamente. Porque, para qué engañarnos, las historias demasiado pegadas a la realidad, sobre todo a la que gira alrededor de nuestro costado, siempre acaban provocando resquemores en alguien, malquistando a ese prójimo que sin ser cercano tampoco lo es tan lejano como para que alguien que de verdad aprecias se pueda molestar contigo. Y por eso también casi estás tentado de pensar que para escribir de los pormenores del alma humana, que viene a ser de lo que al fin de cuentas trata la literatura, o eso te dices, sea cual sea el escenario o la época, mejor ambientar tus pajas mentales en las Guerras Carlistas, y esto por no abandonar el escenario que te es propio por razones exclusivamente biográficas o sentimentales, o puede que acaso en tierras astures donde ya llevas más de una década. Pero ya, ya, lo primero ya te dio para una mala novela histórica que quería imitar a las de Faulkner en el enésimo ejemplo de una ambición desmedida y sobre todo injustificada, y para lo segundo sabes que te falta el imprescindible arraigo para que, pese a todo el empeño que le pongas, no acabe resultando una de esas novelas de escritor de paso y que escribe de oídas más que otra cosa, casi que haciendo turismo o, cuanto menos, una recopilación de clichés sobre el lugar donde vive pero del que no puede valerse de la memoria personal, familiar o colectiva para que la historia tenga verdadera sustancia, siquiera para que los personajes hablen como sabes que hablan los tuyos y no como te los imaginas, vuelvo a decir que prácticamente de oídas. Y en cualquier caso, para qué empeñarse también en escribir nada cuando puede que ni siquiera estés verdaderamente capacitado para ello a tenor de los resultados.
lunes, 5 de marzo de 2018
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