Relato para la revista cultural TIPEALIA: https://punica.es/hacer-recados/
De pequeño en la casa de la Avenida me pasaba las tardes haciendo recados. O al menos así es como lo recuerdo. No era para menos, mis padres trabajaban todo el día y el poco tiempo que les quedaba del día se les iba en las tareas del hogar. Por eso ya siendo un mico bajaba casi todos los días al colmado de debajo de casa, un Vegé de los de entonces, mira si me acuerdo. Ya luego fui ampliando el área donde hacía los recados, esto es, del colmado a la Brasileña en la esquina de mi calle para seguir a la panadería a la vuelta de ésta y de ahí hasta la carnicería Urturi -aquí tirando también de memoria- en una placita que había en la calle Beato Tomás de Zumárraga, y a la que también solía acudir a jugar por las tardes. Supe que me iba haciendo mayor cuando por fin me mandaron a la pescadería para la que la había que cruzar la carretera que atravesaba la Avenida y que entonces representaba un verdadero riesgo para la integridad física de cualquiera, tanto por carecer de las jardineras y vallas que ahora impiden cruzar a los peatones por donde les viene en gana, como porque lo del límite de velocidad en ciudad era un concepto todavía algo más que laxo; no exagero si digo que casi todas las semanas asistíamos a un atropello delante de nuestras narices.
Sin embargo, fue a partir de aquel día que crucé la Avenida por primera vez para ir a la pescadería, y de ahí también a una pollería próxima, ¡qué gracia me hacía cuando mi madre me mandaba donde la pollera!, e incluso al antiguo bar Albizu donde le echaba la quiniela a mi madre casi que a espaldas de mi padre, cuando empezó mi carrera frenética de recadero al servicio, no tanto de los caprichos de mi madre, como de sus muchas e inagotables manías. Eso era así porque mi amada progenitora cambiaba tanto de comercio como de muda. Es decir, que no pasaba mucho tiempo sin que acabara mal disponiéndose con el tendero de turno por cualquier pijada tipo «las manzanas del frutero vienen siempre con gusano» o «los filetes de ese carnicero echan más agua en la sartén que la nao Victoria de Elcano a su llegada a Sanlúcar de Barrameda». De resultas que, como los comercios con los que se enfadaba eran al principio los más cercanos a casa, al final, y tras dejar atrás todas las tiendas de los alrededores de mi calle, acababa haciendo la compra en tiendas cada vez más alejadas de ésta, esto es, desde la Avenida a la calle Badaia donde la Juani, -no me voy a acordar con lo mucho que se choteaban las viejas viendo a un enano hacer cola con ellas-, o a la carnicería de los Apellaniz en Adriano VI, destinos que para un crío de mi edad era lo más parecido a ir a tomar por culo que podía concebir. Tal era así que hasta empecé a tener pesadillas en las que mi madre me obligaba ir a comprar fruta y verdura, con el sonsonete de «y que no esté pasada o podrida», o los dichosos «cien gramos de carne picado de cerdo y otros cien de ternera para las albondiguillas, y que no te meta magro», hasta Miranda. Sí, porque alguien le había dicho que allí, a veinte y pico kilómetros de Vitoria, había una frutería, o una carnicería, que…
De modo que cada vez que pienso en mi infancia no puedo evitar imaginarme haciendo cola rodeado de faldas cuyas propietarias – porque entonces las que hacían la compra eran todas mujeres y todas llevaban faldas, o al menos así lo recuerdo- me dedican generosas sonrisas de infinita conmiseración tras haber preguntado con mi voz angelical: «¿la última, por favor?» Eso y también mucha bronca de vuelta a casa porque mi compra nunca, pero nunca, era del agrado de mi vieja, y no digamos ya los líos con los cambios, que siempre había alguno, siempre.
El caso es que recuerdo haberme pasado todas las tardes de mi infancia haciendo recados a mi madre, cambiando cada dos por tres de comercio, avergonzado porque la mayoría de las veces me veía obligado a repetir delante del responsable al otro lado del mostrador la letanía de quejas acerca de la compra de la vez anterior. Tanto es así que en ocasiones incluso dudaba de que fuera mi madre la que se malquistaba con el tendero de turno y no al revés. Agobiado también con el tema del dinero por si me habían dado de más o de menos, incapaz de entender los arcanos de la elección de tal o cual fruta, harto de que siempre llegara uno o más huevos rotos en aquella huevera de metal. Suerte que de vez en cuando también me resarcía un poco picoteando algo de la compra; recuerdo con especial fruición la «leche frita» de la carnicería Elvira en Fernández de Leceta, solía pedir siempre de más para comérmela por el camino; hasta que mi madre se mosqueó con la carnicera por no sé qué pejiguera para no variar.
Pues bien, hoy, para un recado, uno, sólo uno en semanas, que le mando al mayor, va y nos la monta el muy cabrón; no sé qué de la maquinita…
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