viernes, 13 de diciembre de 2019

LO DE LA SEMANA



Creo que voy a dejar de ir a la pequeña cafetería donde espero los martes por la tarde a que salga el pequeño del entrenamiento de baloncesto. Hace ya dos semanas que coincido hacia las cuatro de la tarde con un trío, a veces cuarteto, formada dos señoras y un señor de unos sesenta y muchos que cada vez que llego para tomarme mi descafeinado y hojear la prensa local manifiestan evidentes signos de estar ya suficientemente achispados tras la sobremesa. El hombre me resulta especialmente irritante por los vozarrones que pega y no digamos ya las tonterías que suelta a las camareras como si fuera un Arturo Fernández recién llegado de la braña, que dicen aquí en Asturias. Ellas, muy monas con su cardado a lo Merche del Cuéntame, vamos, la estética de un tiempo que en ciertos lugares o personas parece haberse quedado fosilizada para los restos, se muestran muy pizpiretas -me temo este término se ajusta muy bien al cardado- y le ríen de continuo las gracias al paisano. Como el local es pequeño y las mesas están prácticamente pegadas es completamente imposible abstraerse del sainete agroetílico al que asisto como si estuviera en primera fila. Así y todo, hasta ahora había conseguido abstraerme del espectáculo gracias a mi capacidad innata para sumergirme en mis mundos interiores. Sin embargo, este martes me resultó imposible porque la conversación del trío de simpáticos y beodos abueletes que tenía en la mesa de al lado se me hizo especialmente incómoda dado la cascada de intimidades e indiscreciones subidas de tono que, dado mi carácter reservado y discreto, llegaron incluso a ruborizarme, no por nada vengo de una familia donde eso de exteriorizar los sentimientos y pegar a un padre casi vienen a ser lo mismo. La conversación fue más o menos así, lo más literal posible y con marcado y, para mí, delicioso acento asturiano.
-Deja que te diga una cosa un poco personal, Loli.
-Dime, ladrón.
-Veote muy triste hoy.
-Tú si que me entiendes, ho, y no el Amancio.
-Claruuu, porque el tu marido ye un fio de puta, dígotelo siempre.
-No me valora, nunca lo hizo, me tie en casa como si fuera un mueble.
-¡Un mueble?
-Sí, que no me usa. Y yo todavía tengo mucho fuego interno y necesito un home que me lo apague.
-¡Yo soy esi home!
-Tu yes un buen home, digótelo, un poco garrulo e ignorante, pero ties buen fondu, notásete.
-Claro que sí, ho. ¡Cagon mi mantu, deja al Amancio y vente conmigo! Yo sí que voy facete feliz.
-Esti te fai feliz a ti, a mi y a todes les mulleres que pongánsele en medio -interrumpe la tercera en discordia.
-¡Que sí, ho! Toy fechu un guaje.
-Sí, de desguaje... -otra vez la tercera.
-Que sepas que cada día téngote más cariñu, Jose Luis, que yes el home con el que me iría sin dudarlo si no estuviera casada con el Amancio.
-Ay, Loli, yes la muller que más quise siempre.
-¡Qué copón! Yo también os quiero a ambos -de nuevo la tercera.
Y claro, yo aquí no lo disimulo, tengo mis prejuicios como todo hijo de vecino y lo que me resultaría normal en grupo de chavales ya no me lo es tanto en uno de viejales con la mesa repleta de botellines de cerveza y vasos de orujo a las cuatro de la tarde prácticamente pegando chillidos y haciendo aspavientos como si estuviera en una película de Buñuel o en un cuadro de Grosz, por poner alguna referencia culta o algo así. El caso es que no pude evitar incomodarme, porque, como ya he dicho, yo vengo de una familia donde nunca, jamás de los jamases, nos hemos dicho ridiculeces como "te quiero" o "cuéntame qué te pasa, qué sientes", y menos aun nos hemos contado nuestras intimidades, donde todo intento de acercamiento a las cuitas de cada cual ha sido siempre a través de la ironía o ya directamente con el sarcasmo. Como que, estando ya mi viejo enfermo de lo suyo, yo le preguntaba por la salud cada vez que llegaba a Vitoria, y la conversación solía ser casi siempre tal que así:
-¿Cómo quieres qué este?
-Pues eso, ¿cómo?
-¿Tú qué crees?
-No creo nada, te lo estoy preguntando.
-¿Pues? ¿Te pasa algo?
-A mí no. ¿Y a ti?
-Ya sabes.
-¿El qué tengo que saber?
-¿Ponemos ya la cena?
Y el caso es que, será por la cosa esa del escribidor indiscreto con la oreja siempre a punto, o porque en realidad fuera hacía un frío del carajo, que aguanté estoicamente al lado del trío calavera antes de salir a por el enano. Al menos más de lo que habría aguantado mi padre, no te digo ya mi abuelo, que no me cabe ni la más mínima duda de que nada más escuchar "Deja que te diga una cosa un poco personal, Loli" se habrían revuelto en su silla, se habrían levantado y adiós muy buenas. A mí me costó; pero, al menos mantuve el tipo. De hecho, creo que estoy avanzando a pasos agigantados en la humanización de los de mi estirpe. Ahora, otra vez ya no.





Anoche leyendo Kaputt de Curzio Malaparte doy con esta reflexión sobre el pueblo alemán durante el III Reich en la que el autor desarrolla el concepto antes citado de "Krankes Volk", esto es, Pueblo Enfermo. Entonces me acuerdo de inmediato que ese mismo término, pueblo enfermo, es el que empezó a rondar por mi cabeza hace muchos años durante la famosa manifestación en Vitoria para protestar por el asesinato de Buesa y su escolta. Por un lado los que protestábamos contra ETA, y por el otro, y venidos ex profeso en autobuses de todos los batzokis del país con sus banderas y consignas, los que jaleaban a su cuestionado lehendakari Ibarretxe y a su "burukide" en jefe, un tal Arzalluz, es decir, aparentemente más indignados por los reproches, muchos de ellos no del todo justos sino a lo "aprovechando que el Pisuerga...", e insultos de los que habían sido objeto tras el atentado, que por el hecho luctuoso en sí, vamos, eligiendo sus prioridades. Dos manifas prácticamente contiguas que durante todo el trayecto hasta la plaza de la Virgen Blanca fueron provocándose mutuamente, esto es, olvidando el verdadero motivo que les había congregado aquel día, para dar rienda suelta al improperio sectario, banderizo, cada cual rescatando de su zacuto el rencor acumulado durante décadas. dejándose llevar por las ganas de cantarle las cuarenta al otro y así casi todo el rato. Si no se llegó a las manos de una manera generalizada fue de puro milagro. Un horror porque estoy seguro de que casi todos teníamos amigos en ambos bandos, en mi cuadrilla desde luego. Y entretanto, "los otros" callados detrás de la cortina, y esto por poner alguna imagen al asunto, que a saber cuántos pletóricos por el daño causado, "socializando el sufrimiento" que decían, o repitiéndose a sí mismos en plan mantra, porque mucho había que repetirse para aguantar todo aquello semana tras semana, a veces día tras día: "No soy yo, es el contencioso..."
Por eso, cuando una pija cuellilarga de cara de palo asegura, sin que se le caiga la cara de vergüenza, que estamos peor que cuando ETA mataba, lo primero que piensa un servidor es que eso solo puede venir de la frivolidad pseudointelectual de una verdadera hija de... marqueses, de marqueses.



Una de las maneras más rápidas de distinguir a un gilipollas es cuando se pone el semáforo verde y el de atrás empieza a pitar antes incluso de que te dé tiempo a pisar el acelerador. Eso ya te da una idea de cómo debe ir el pavo por la vida.

Claro que para gilipollas... El cardiólogo me dice que el electrocardiograma no detecta nada del otro mundo, que por ese lado que deje de comerme el coco con lo de la muerte por enfermedad coronaria y demás. Ya la semana que viene me hacen unas pruebas para ver qué medicación hay que cambiar con el fin de controlar mejor la tensión. Eso sí, que me siga cuidando sin exagerar. Entonces, yo, en mi inmensa ingenuidad y un algo de tocar los cojones también, le pregunto si en ese "sin exagerar" se incluyen las farras que me esperan esta Navidad (con los colegas y tal, que las de familia todos sabemos que no son farras, son... comidas familiares), esto es, con mucho crianza, crema de orujo y algún que otro gintonic; pues oye, entre que parece que ya de entrada le ha sentado como una patada en el culo que le apeara el usted, que aquí al menos no se estila el tuteo con la casta de la bata blanca -pero yo a un crío no le tuteo si no es para hacerle partícipe de mi más hondo desprecio hacia su persona, y de momento no es el caso-, y que a esta hornada de médicos jóvenes parece que al mismo tiempo que les dan el título también les meten un palo por el culo, pues que estoy convencido de que ha escrito en mi expediente: "gilipollas integral". Eso si no venía ya escrito en mi historial de mi experiencia con el anterior.






Todas las ciudades, más o menos grandes tienen su encanto a poco que las patees de arriba abajo. Esta era la última de las grandes de Galicia que me quedaba por conocer a pesar de la frecuencia con la que venimos a la patria de Breogan, ya sea para visitar a la cuñada o porque nos encanta, nos pilla a mano y siempre se come y se bebe de puta madre, (incluso si no bebe y se come lo justo y sano como ha sido mi caso). Es pequeña, fea, decadente, y aun así el bulle-bulle de sus calles bajo las luces navideñas y al calor de sus cafeterías decimononicas o casi, hacen que te sientas a gusto, sin esa angustia vital que te hace querer salir por patas de cualquier pueblo al cabo de una hora y menos. Tan a gusto, en casa, como en cualquier otra urbe del mundo, no importa el tamaño, donde haya un banco donde sentarse a ver a la gente pasar, o un bar o una cafetería donde poner una oreja indiscreta para eso de husmear en la inanidad ajena y distraer la propia. Luego ya volver... me gusta tanto Santiago fuera de temporada, el granito de lo viejo de Pontevedra, Lugo u Orense, el paseo marítimo de Coruña, las cuestas de Vigo; no sé, no sé. Pero sí, para que andarse con chiquitas; ¡Ferrol, que feo eres!

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