Confieso, o más bien recuerdo, que muchas de las pesadillas que narro en este medio me las saco de mi imaginación más o menos desquiciada. Otras no, claro que no. Ahora bien, cuando transcribo una de veras procuro adaptarla, acaso adornarla, con el fin de darle una forma, si acaso, más literaria. A veces ni siquiera eso, a veces me basta con procurar recordar la pesadilla lo más fidedignamente posible. Claro que eso suele pasar cuando las pesadillas son de las duras, esto es, desasosegantes con ganas, de las que te despiertas de golpe con el corazón en un puño y te quitan las ganas de seguir durmiendo por si acaso. Anoche tuve una de esas.
Acabábamos de llegar a casa de mis padres en Berrozti como cada dos o tres semanas. Tras los saludos y besos de rigor, amén de los comentarios sobre lo mucho que habían crecido los críos desde la última vez, tres semanas a lo sumo, nos sentábamos en el salón para departir sobre lo humano y lo divino. ¿Todos? No, todos no, mi madre apenas hacía un pequeño amago de unirse a la conversación y en seguida se volvía a la cocina donde repartía el tiempo con la cama obligada por sus muchos dolores endémicos. En ese momento daba igual lo mucho o poco que insistiéramos para que se quedara con nosotros, incluso que yo me enfadara afeándole el detalle de privarnos de su presencia tras semanas sin vernos. No había manera de convencerla porque se trata de una mujer que una vez que se levanta de cama es incapaz de estarse quieta aunque vaya con muletas como era el caso hasta no hace mucho. De cualquier manera, y tras haber huido a sus habitaciones para enchufarse a sus respectivas maquinitas una vez superado el interrogatorio preceptivo de su abuelo sobre las cosas del colegio y… y poco más, mi mujer, mi viejo y yo nos quedábamos de charleta hasta la cena. Esa era la situación a la que me remetía el sueño cuando, de repente, mi madre regresa al salón y, sin mediar palabra, le pregunta a mi mujer.
- T. ¿Cómo preparo la merluza?
MI mujer que no acierta a comprender por qué extraña razón su suegra se dirige a ella para hacerle semejante pregunta interrumpiendo la conversación que mantenemos con mi padre.
- A mí qué me preguntas, Mtx, es tu hijo el que cocina en casa?
- Sí, pero cómo quieres que la prepare.
- Pues cómo quieres que sea, en salsa verde como siempre –interrumpo yo visiblemente molesto por lo que considero el enésimo feo que mi madre me hace delante de mi pareja.
- Deja, ya voy yo a prepararla. Tú siéntate con ellos – dice mi viejo, casi ordena, al tiempo que se incorpora de su sillón para ir hasta la cocina casi que a la carrera. Vamos, para no darle opción a su mujer para que le bloquee el camino.
- ¿Pero qué irá a hacer este hombre? –pregunta mi señora madre con evidente desasosiego.
- Pues a preparar la merluza, ¿no es lo que querías? –pregunto yo un tanto escamado porque intuyo por dónde van a ir los tiros- Déjale que cocine, es lo que le gusta.
- Ya, pero luego me deja la cocina hecha unos zorros.
- Eso no es verdad, lo que pasa es que nunca le das tiempo a que la recoja después de….
- Voy ver qué está haciendo, no me fio ni un pelo de este hombre.
Así que mi mujer y yo nos quedamos solos en el salón y mirándonos perplejos el uno al otro. Al rato vemos que se abre la puerta de la cocina y aparece mi viejo hecho un basilisco, si bien el tal basilisco al lado de mi viejo cuando se enfadaba parecería parecer un osito de peluche.
- ¡No aguanto más, quiero el divorcio!
Jamás me podía haber imaginado a mi padre, tan de vieja escuela él, tan de sortear las discusiones con mi madre cogiendo la puerta para largarse hasta que escampara y vuelta a la rutina de la convivencia avinagrada tras décadas de soportarse mutuamente en la convicción de que en eso y no en otra cosa consiste el matrimonio tal y como les habían enseñado y ellos habían visto a todo el mundo a su alrededor, pronunciando esas palabras. Así pues, mi sobresalto es mayúsculo.
- Que no, que no aguanto más. O nos vamos cada uno por su lado o acabamos muy mal, muy mal. Esta mujer me va a volver loco.
En ese preciso momento aparece mi madre secándose las manos con el trapo de la cocina.
- Cómo te vas a divorciar tú si eres incapaz de no manchar nada cuando te pones a hacer algo en la cocina.
- ¡Cuando se cocina se mancha y luego se limpia, no al revés, jodida tarada! –le increpa mi viejo.
- J no me faltes al respeto delante de tu nuera.
- No me toques los cojones tú con tus manías. Estaba solo en la cocina preparando la merluza y de repente aparece ella por detrás pasando la bayeta de la cocina por donde estaba cortando la cebolla. Luego voy a echarla a la sartén y me encuentro que me la ha quitado del fuego con el aceite hirviendo porque dice que no era esa la que tenía que usar. Y luego encima me dice que le eche pimiento rojo a la merluza porque a ellas le gusta más así que en salsa verde.
- Pero eso no es motivo para… -se aventura a decir la nuera.
- Claro que no es el motivo, es el colmo…
- Déjale, T, si se quiere divorciar que se divorcie, que ya era hora.
- ¿Cómo? –profiero yo sin poder creer lo que estoy oyendo.
- Que sí, que yo también me quiero divorciar desde hace tiempo.
- Pues no se hable más, para algo en lo que ambos estamos de acuerdo...
- ¡Pero qué cojones estáis diciendo! –bramo harto ya de todo lo que estoy oyendo-. No tenéis edad para esas cosas, la gente de vuestra edad no se divorcia, eso es cosa de jóvenes que no aguantan nada y tiran la toalla a la primera. Vosotros sois de la generación de piedra que aguanta carros y carretas. Vosotros existís para darnos ejemplo a los demás.
- Txema, ¿tú te estás oyendo? Tanto presumir de ir a la contra de todo convencionalismo, de ir de librepensador por la vida, tanto predicar que hay que romper todas las cadenas que nos impiden ser libres, y ahora vas y les dices a tus padres que se jodan y sigan siendo víctimas de un matrimonio en el que cada cual prepara la merluza de un modo diferente-
- ¡Que son mis padres, cojones, que son mis padres! –chillo ya completamente fuera de mí-. Está gente no se divorcia porque discutan todo el rato, esta gente se casa para discutir todo el rato.
- ¿Eso es lo que quieres para nosotros? Si es así yo también quiero el divorcio –me desafía mi señora esposa completamente en serio.
- No me puedo creer lo que está pasando.
- Yo tampoco que estuvieras hecho un cabrón heteropatriarcal como todos.
- ¡Por favor, quiero despertar de esta pesadilla de una puta vez, que todo vuelva a ser como antes, no volveré a ver series de princesas suecas que flirtean con presidentes tullidos de los Estados Unidos y príncipes herederos noruegos que hacen honor al tópico de sus antepasados vikingos.
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