lunes, 1 de agosto de 2011
MILAGRO EN TOLOSA
Segundo día en la Tolosa occitana y siguen lloviendo chuzos de punta. Mi señora, que como todo buena fémina es incapaz de encontrarle el lado atractivo, curioso, de lo que normalmente se entiende por contratiempo o molestia, está de un humor de perros, vamos, que sé que en cualquier momento me va a echar a mí la culpa de que llueva o algo por el estilo. De modo que toca refugiarse donde sea y qué mejor que el interior de una iglesia; la entrada suele ser gratuita. Lo hacemos en la de St. Sernín, la iglesia románica más grande de Occitania y la segunda de Gabacholandia después de la famosa abadía de Cluny. Se trata de un edificio emblemático que encandila nada más echar un vistazo a su fachada, de ladrillo rosa, por supuesto, con una torre que recuerda otras de ese románico tan particular de Pirineo Catalán; nada del otro mundo, porque es bien sabido que por la época en que se levantó está la Occitania y la Cataluña primigenia formaban prácticamente un todo, siquiera sólo socio-culturalmente, que no en vano la lengua catalana es una evolución de un dialecto de Oc hablado en el reducto cristiano de las montañas pirenaicas y cuyos vínculos con el sur de Francia no sólo fueron culturales sino también administrativos, en concreto la llamada Marca Hispánica.
Pedantepolleces aparte, el caso es que por muy hastiado que esté cualquiera de ver iglesias y catedrales románicas, góticas o de cualquier tipo, en la idea de que visto un millón de ellas vistas todas, la verdad es que la riqueza y variedad de las francesas siempre asombra, máxime si poseen la belleza original de esta de St. Sernín, sin lugar a dudas el edificio más emblemático de esta arquitectura de ladrillo rosa. Ahora bien, la pregunta que me hago es la siguiente: ¿a quién cojones se le ocurre visitar un templo de culto con dos bárbaros, dos hunos impíos de 6 7 casi 2 años respectivamente. Tú quieres darte un garbeo por la iglesia admirando todo lo que tiene de particular en comparación con las iglesias que has visto ya, incluso echar un ojo a la peña que te acompaña en su interior en plan escritor fantaseando vidas ajenas, detenerte en esas lápidas tan curiosas que hay en todos los templos, cementerios y arcos de triunfo repartidos a lo largo y ancho de Francia con los nombres de los caídos en sus diferentes guerras, y no puedes. Simplemente te ves corriendo detrás del mayor para que deje de saltar de un banco a otro de la iglesia, tapándole la boca al pequeño para que deje de gritar: MÍO, MÍO o PIPPO, PIPPO.No te digo ya cuando de la multitud que abarrota la iglesia, recuerdo que llueve a cántaros afuera, la única persona que parece dedicar su tiempo al verdadero fin de este edificio tan bonito y tal, esto es, a rezar, se ve interrumpido en sus oraciones por un bebé que le señala con el dedo a grito pelado: ¡UH, UH, UH! Y claro, tú que te apresuras a llevarte a tu crío temiendo que el único posible creyente que hay en ese momento en la iglesia de St. Sernin despierte de sus oraciones y ante la visión de Mk. se piense, todavía en pleno estado de obnubilación mística, que Dios le ha mandado un mensajero e forma de uno de los querubines que aparecen en los retablos que cuelgan de los muros, acaso para decirle: ¡QUE DICE EL JEFE QUE DEJES DE LAMENTARTE Y TE PONGAS A BUSCAR TRABAJO COMO TODO EL MUNDO, QUE EL CIELO NO ES UNA OFICINA DE EMPLEO!!!! Y ya cuando no puedes más, llamas a la tropa a retirada, vámonos cagando leches, y no precisamente porque la peña no nos quite ojo, que de qué, sino por ese sentimiento tan arraigado que tiene uno de no querer molestar al prójimo bajo ningún concepto, que si no de qué me voy a quejar yo luego de él...
Pero sigue jarreando ahí fuera, con lo que toca visita al museo de la ciudad, en la Iglesia de los Jacobinos(en alusión a la orden religioso de dicho nombre, no a la facción revolucionario de Robespierre y compañía), de modo que el suplicio continua en el interior del museo, a lo largo del claustro, la diferentes salas de exposición y debajo de la famosa cúpula de estrías del antiguo templo.
Siendo así uno ya no puede más y no le queda más remedio, haciendo de su ateismo un sayo, que implorar frente al altar de la iglesia que, Jesusito de mi vida, eres un mártir como yo, por favor deje de llover de una puta vez. Dicho y hecho, salimos a la calle y ha dejado de llover; ¡milagro! Podemos callejear a nuestro antojo por esta preciosa ciudad, sentarnos a tomar un panini, visitar el patio del Capitolio, corretear detrás de los críos y algún que otro turista por la plaza homónima, pasándalo de cine.
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