38 años, nada más y nada menos es el tiempo que lleva este establecimiento deleitándonos; los últimos 35 de la mano de Teresa Fraga, una Compostelana que tras quedarse viuda no tuvo más remedió que armarse de tesón y pundonor y tirar para adelante con sus hijos haciéndose cargo de este bar. Una historia muy triste pero que ha desembocado, como toda buena película de Hollywood, en un final feliz. Aunque en palabras de Teresa, “esto da mucho trabajo y ya me quiero jubilar”.
No solo se trata de los característicos platos Gallegos, es el ambiente en sí lo que más atrae de esta tasca: Esas mesas diminutas y apiladas en el poco espacio existente con los hules amarillentos, ese ribeiro turbio que taladra el cerebro si no se bebe moderadamente, esas paredes adornadas de alineaciones de equipos de fútbol de hace dos décadas y el sonido del tintineo de las ollas de cobre que proviene de la diminuta cocina en el que se esta cociendo el inigualable pulpo a feira que elaboran en este lugar…
Porque sí, si algo tiene de inigualable este garito es el pulpo, pulpo que sin entrar en exageraciones puede considerarse como uno de los mejor elaborados de Euskal Herria (si no es así señoras y señores, reto a que me den a catar un pulpo mejor). La única pega: La ración sale un pelín carita pero merece la pena. No en vano los fines de semana hay auténticas colas para poder saborearlo.
Pero la cuestión no queda solo en el pulpo, también están sus míticos mejillones acompañados de una deliciosa salsa picantona, el lacón asado y para los estómagos más espartanos la estupenda ración de oreja. Si a todo esto lo acompañamos de un ribeiro casero turbio (muy peligroso porque entra como el agua) y de un buen carajillo de orujo final, garantizaremos una alegre sobremesa.
La introducción me la he pillado en el portal de noticias http://www.ahotsberriak.com/, así me ahorro hacer una mía porque no tengo el cuerpo como para muchas alegrías literarias o lo que sea esto que escribo. Y es que, en efecto, tengo el bolo taladrado tal y como se advierte arriba. Y no precisamente porque anoche nos atreviéramos con el famoso ribeiro turbio de la tasca de marras, servido directamente de un barrilete junto a la barra, ellas no se atrevieron, sino por el jodido albariño a quince euros la botellica, de la misma marca que te encuentras a 4 euros en cualquier Alimerka de Asturias. En fin, la verdad es que el Santiago merece la visita, siquiera como ejercicio de memoria, para recordar cómo eran la mayoría hace veinte o treinta años, a lo apelotonarse tropecientos en un rincón de modo que llegue un punto en el que el ruido de las voces, los cánticos, la tele a todo volumen, sea tal que ya no haga falta hablar nada porque, total, entre que no oyes o que sólo le oyes al de la mesa de al lado.
Pulpo, oreja, mejillones con salsa picante, lacón asado, todo estaba muy rico, mucho; pero, si algo hay que destacar es el servicio, algo así como debían ser los mesones de antaño, aquellos en los que las encargadas poco más que te abrían la boca con la mano para meterte el tenedor o la cuchara a ver si acababas rápido que había cola para sentarse a cenar. Y conste que la pava que nos atendió maja era un rato, muy simpática, más bruta que un arado porque todo hay que escribirlo, de esas que como te descuides te quitan el plato antes de que acabes con el último bocado, de las que, como bien me contó mi amigo Luís, si tienen que mandarte a tomar por culo porque andas metiendo prisas, pues te manda y punto; aquí le llamamos trato familiar. Pero bueno, fue un detalle invitarnos en la barra a otra ronda de chupitos para que fuéramos aligerando, que es lo hay que hacer cuando la cola para sentarse a cenar es tal y como se describe en la introducción. Pero que nadie espere aquí delicadezas algunas, al camarero de la barra, un chavalote de esos con corte de pelo tribal, pendiente y camiseta negra con la leyenda Abeziako Jaiak, le preguntas por el nombre de albariño y poco más que te suelta "¡qué nombre ni qué hostias, Albariño pues!"
Ya volveremos ya, aunque no se trate precisamente de ese chollo del que se hablaba no hace mucho, que me hablaban mi hermano y otros, la leyenda urbana de que en el Santiago te podías poner hasta el culo de buen pulpo y otras gallegadas por menos de veinte euros. Ya no, majos, ahora el encanto de su solera, vulgo cutrería, se paga casi que como en cualquier otro restaurante de postín de la ciudad.
El caso es que me estoy preguntando todo el rato desde que me he levantado: ¿y si llegamos a probar el ribeiro ese tan turbio como mítico? Pues teniendo la cuenta la nochecica que he pasado, entre albariño, orujo, gintonics en copas de Champions y ya luego, con las mozas animadas, hasta bailables en el Molly Malone, revolviéndome solo, para no amargar la noche a la parienta y el pequeñajo, sobre la cama de mi hermano, consumido de acidez y con la resaca a punto de ebullición, pues mejor no saberlo, está claro que todavía puede haber margen en el infierno para un sufrimiento mayor.
Aunque bobo de mí, nada de esto habría pasado, no estaría como estoy con el estomago en brasas y la moral por el suelo, si no me hubiera olvidado anoche el omeprazol primero en casa de mis padres (mi madre los almacena) y luego el que tenía en un bolsillo del chubasquero que me dejé en el coche. A partir de hoy va un paquete entero en la guantera, por si acaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario