Acometo la lectura de IDAS Y VENIDAS de Miguel Sánchez-Ostiz con la expectación al uso del incondicional, esto es, esperando encontrarme con aquello que me cautivó en su momento y desde entonces un libro tras otro, para ser exactos desde las Pirañas en adelante (luego es cierto que he buscado los anteriores, los primeros, pero no sé yo si lo que había ahí era un Modiano navarro o alguien que quería serlo; exagero, claro). Si hay que decir el qué supongo que será eso que los entendidos llaman "voz única e intransferible" de autor, lo que antes denominaban estilo pero con algo más, ya no sólo una manera más o menos certera, original, afilada si es el caso, de poner una letra tras otra, al fin y al cabo oficio y poco más, sino también o sobre una mirada personal a través de la que te asomas a sus cosas, manías, escenarios; creo que a esto también le dicen mundo literario.
En cualquier caso, ya me estoy viendo que IDAS Y VENIDAS va a ser uno de esos libros que tendré que meter en medio de la lectura de los que alterno a diario para no devorarlo de una tacada, para suministrarme con cuentagotas el placer que me provoca la crónica de tal o cual viaje, la referencia erudita de esto o aquello, el apunte más o menos tierno, crítico y puede que hasta chocarrero, el inventario de los diferentes estados de ánimo del autor a merced de la climatología, las lecturas, la memoria o las simples "rumias" y "respuestas a bote pronto "de cada día a cuenta de lo que sea.
Para empezar MSO me lleva de vuelta a Dublín. A ratos me lo propone o presenta como un viaje literario con el Ulysses en la mano, otros, la mayoría, Joyce se queda en la habitación del hotel y lo que leo es simple y llanamente la crónica de esas idas y venidas por la ciudad de un viajero a la caza de presas que trasladar a la agenda o a donde sea: una gozada. Con todo, y como lo que motiva el merodeo de MSO por la ciudad del Liffey es en principio el rastreo de huellas o referencias literarias, ya dice él que a falta de grandes monumentos u otros atractivos lo que realmente atrae de una ciudad como Dublín es el ambiente de sus calles y el modo cómo este remite a tantas lecturas de juventud, al Ulysses como maravilla literaria antes que arcano para lectores no excesivamente avezados, cómo no emocionarme con el recuentro de nombres que de alguna manera tenía arrinconados de tan usados o habituales como me fueron en su momento: Joyce, Liam O´Flaherty, Casey, Yeats, Beckett, Roddy Doyle, Bernard Behan y más recientemente Flann O´Brian y Jonh Balville, una corta lista de escritores que me hablaban de Dublin e Irlanda cuando todavía me interesaba todo lo de aquella tierra, cuando todavía tenía presente el recuerdo del tiempo vivido y bebido allí, cuando todavía echaba de menos una pinta negra tirada como un Paddy cualquiera manda, antes de saciarme del conjunto, de olvidarme de aquellos años mozos, y a la que ahora, o más bien cuando se pueda, y gracias a MSO, la curiosidad me obliga a añadir a Hugo Halmiton y J.P. Donleavy. En fin, mucha bruma en el coco con veintitantos tacos, y no menos fruncidos de ceño al recordar más de un momento, porque sí, la lectura de estas páginas irlandesas de MSO no sólo me ayudan a evocar lecturas por lo general siempre fueron placenteras, acaso reveladoras, como lo fue en su momento acometer la del Ulysses tras haber leído la biografía de Ellmamn en la biblioteca Ignacio Aldecoa de mi ciudad durante esas vísperas de exámenes que se suponían para el estudio y que uno a la media hora de pasar apuntes ya se ponía a fisgonear entre las baldas a la búsqueda de algo realmente interesante; también me recuerdan episodios que con la distancia sólo puedo calificar de bochornosos, ridículos, de mozuelo bobo al cuadrado, como el de cogerme la tarde libre para dirigirme en el Dart hasta la villa pesquera y residencial de Howth con una edición de bolsillo del Ulysses comprado en la megalibrería del la calle O´Donnell, se supone que con la intención de sentarme a lo largo del malecón pasando hojas, escuchando a las gaviotas y rumiando todo tipo de tonterías al ritmo de las olas, que es a lo que realmente te dedicabas ante la práctica imposibilidad de penetrar en aquellas páginas, el torrente joyciano famoso, con tu inglés de pedir pintas y hacer cola junto al Trinity para coger el último urbano de vuelta a casa. Luego ya la realidad era que si habías decidido pasar la tarde de tal guisa era porque apenas unas semanas antes habías estado allí mismo en compañía de la enana pelirroja giputzi y cabezona que por aquella época te amargaba la existencia con su ahora sí luego ni se te ocurra, ahora contigo pero luego con todos los que se me pongan a tiro, ahora del brazo y en tu regazo, a cabo de un rato seguro que a veinte metros cagándome en todos tus muertos, borde, que eres un puto borde; vamos, lo que viene ser la manera habitual que tienen algunas féminas de desquiciar a su pareja o lo que sea, y que, por lo que se ve, por propia experiencia, digo, las de mi tierra es que lo bordan. Aquel día de borrascas, y no precisamente en el cielo, te habías quedado prendado de aquel puerto con sus casas bajas de pescadores, sus barcazas destartaladas como bien señala también MSO en su libro, los graznidos de las gaviotas, el mar de Irlanda y su cielo igual de sombríos y aparentemente indómitos, la foca célebre que todo el mundo decía ver junto al malecón, de funcionaria como los osos en Muniellos, y, sobre todo, la sensación de haber salido de la vorágine callejera de Dublín para ir a parar a ese resquicio de bucolismo nada más bajar en la última parada del Dart. Luego ya harto de hacer el memo junto al mar, con el libro hace rato en el macuto que todavía recuerdo, con la excusa de la primera gota de la lancarria de todas las tardes en la punta de la nariz, me iba de cabeza al mismo pub del pueblo donde la primera vez te tomaste una Murphy negra que te supo a gloria, lo mejor de toda la tarde, de las dos, no era para menos después de la caminata hasta lo alto de la colina y el descenso obligado, de nuevo no tanto al punto de partida como al de los infiernos de las relaciones juveniles con algunas representantes del género opuesto. Un malestar existencial este del que hablo, propio de la edad, y acaso también de la sensibilidad exacerbada del menda para estas cosas, el romanticismo siempre me ha traído por la calle de la amargura, y que lo que hacía era que eligiera perderme solo a mi antojo mientras la tribu se iba de excursión carretera norte, que puede que aquel día tocara la inevitable peregrinación a Belfast, los más borrokas del grupo allí reunido, siquiera no más que para lo del arrobo de paisanos en el extranjero, hacía tiempo que la habían planificado, vamos de vascos al Ulster, fijo que nos reciben con los brazos abiertos, nos vamos a poner hasta el culo de pintas por la cara; pero, si nos equivocamos de barrio, porque somos así de bobos, y damos en uno de esos que ondean las Union Jacks como guirnaldas en una boda gitana, vamos y decimos que venimos de España una, grande y libre, si hace falta hasta nos soltamos por sevillanas; me libré por los pelos, a mí ya entonces me iban más este otro tipo de majaderías como la que acabo de contar.
En fin, si no fuera por los escritores que la tuvieron de escenario de sus libros y sacaron de ella buena parte de su material narrativo, dudo que Dublin fuera algo más que una ciudad anglófona de provincias venida a más con la capitalidad de una República otro tanto mitificada, ni qué decir en qué lares, a cada cual su Meca. Y si a ésto le pones la música de fondo que parece surgir de todas partes, si compones tu propia ciudad a base de retazos de lo vivido, y sobre todo de lo bebido, tanto por uno o como por otros que dan ya nada más verlos en personajes, y si además obvias por ingenuo o cínico, a elegir, toda la miseria que puede haber tras un Paddy y su media docena de Guinness, como mínimo al tono con la que se adivina en esos barrios ocres y triste al norte de Liffey o de cualquier otro donde, siquiera por aquel entonces no tan próspero ni tan mestizo como ya era la última vez que estuve de visita, se amontonan los personajes entrañables de las novelas de Roddy Doyle, mejor que mejor para luego regodearte como estoy haciendo ahora en este tipo de nostalgias bobas.
Nostalgias que no son otras que a las que anoche me abocaron las primeras páginas de IDAS Y VENIDAS de MSO dedicadas a Dublín. Una ocasión como cualquier otra para rememorar las trivialidades de uno por aquellas tierras y, en especial, de reavivar la llama de una pasión como cualquier otra: Joyce, O´Brien, O´Flaherty, O´Casey, Behan, Balville y los que vengan. Ya, ya sé, creo, que la literatura irlandesa viene inevitablemente envuelta en una especie de aureola a medio camino entre el olor a turba y el sonar del arpa, quién sabe si de las primeras modas literarias para hacer pasar por exquisito o auténtico lo que luego apenas es otra cosa que mediocridad a la sombra de los verdaderamente excelso. De cualquier modo, mejor dedicarse a esto de la remembranza biográfica, y acaso también un poco literaria, en los próximos días, ya que uno se impone llenar este blog de naderías a diario para lo de ejercitar los dedos durante poco más de media hora, que hacerlo a cuenta de una rutina sin mayores cosas que contar o una actualidad imposible más deprimente. Divagar por escrito, eso es todo.
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