Un fin de semana precioso, probablemente la mejor temperatura posible, sol en su punto justo, calienta pero no abrasa, con cierta brisa que acude de vez en cuando a tu socorro, y, sobre todo, la mejor época del año para disfrutar de un paseo o excursión. Estaban preciosos los alrededores de Gasteiz, con eso de que en semanas anteriores llovió lo suyo, con lo que estaba todo de un verde refulgente, una delicia. Lo estaban sobre todo vistos de lejos, cuando el sábado a la tarde paseábamos por las faldas del Zaldiaran, con el omnipresente Gorbea a un lado, al otro la sierra de Elgeamendi con sus molinos de viento y el macizo calcáceo del Anboto en medio. Paseo corto por el sendero de detrás de la casa de mis padres hacia Eskibel para luego desviarnos por el sotomonte hacia el cutreparque infantil que hay al final de la calle principal y casi única del pueblo. El caso es que ahí íbamos arrastrando al canijo, cuando a mitad del camino una culebra de tamaño considerable, al menos para lo que suelen ser por la zona, se nos cruzó zigzagueando hacia la maleza. Mk alucinó un rato largo; pero, como todavía es demasiado pequeño y se cosca lo justo, se libró de la chapa mitológica de su viejo a cuenta de Herensuge, la prima vasca del Cuélebre asturiano.
Pero para verdadero disfrute de este green de finales de primavera la excursión del lunes a la mañana por los alrededores del pantano. Y digo el pantano, sin especificar cuál de los tres que hay al norte de la ciudad, porque para servidor, como para la mayoría de los vitorianos, cuando se habla de ir a dar una vuelta o a tomar un baño, casi siempre era el de Ullibarri-Gamboa, que era donde estaban las playas a las que íbamos en verano a darnos un chapuzón o, simple y llanamente, porque el fango del pantano desanimaba un rato, a tostarnos al sol como los lagartos. De ese modo, el pantano de Ullibarri es una estampa indisoluble de la biografía de uno. Primero porque me recuerda los veranos de entre semana cuando mis padres me llevaban hasta la playa de Landa, siquiera solo a pasear un rato por sus orillas para luego dejarnos jugar en los columpios junto al restaurante Etxezuri que lleva allí desde que uno tiene conocimiento, porque ya de chaval solía alternar las tardes del verano entre las piscinas y el pantano en la playa de cantos de piedra del pueblo de Uribarri-Ganboa, porque ya un poquito más crecidito también acostumbraba a ir con los colegas, a ponernos en bolas y echar aquellas inocentes miradas de adolescente salidos, hasta la playa nudista que hay tomando el desvío a la derecha antes de subir las cuestas que bordean el pantano. Y también, también, la playa más reciente de Garaio en el extremo oriental del pantano, donde, al menos hasta hace unos años, no había ni un puto árbol bajo el que cobijarse cuando la caló golpeaba a lo anti-disturbios en una concentración del 15M.
De cualquier modo, como se trataba de estirar la pata con los críos por un camino lo menos empinado posible, decidimos hacer el recorrido que hay entre el pueblo de Uribarri-Ganboa hasta Landa. Un verdadero lujo eso de caminar junto a la orilla del pantano, de internarte en bosque de la zona de Santiagolarra a través de una pasarela de madera que han levantado sobre el humedal. La estampa de las aguas del pantano rodeado de montes, el verde de las estribaciones del Elgeamendi al norte, la masa forestal de la isla de Zuaza, la vista que se pierde sobre el agua hacia la zona de Barrundia. Luego ya en Landa tocó jamar los bocadillos de bacon frito con tomate y otros de tortilla francesa que servidor había preparado a la mañana para su familia; está mal que lo diga yo, pero estaban para chuparse los dedos. Y si encima los regamos con unos cañones de cerveza pedidos en el siempre peculiar, a medio camino entre el kitsch y lo jatorra, restaurante Etxezuri, el cual da igual que sea lunes, fuera de temporada e incluso que llueva, nieve o caiga granizo, que siempre, pero siempre, tiene puesta a todo volumen la música que vierte por los altavoces que dan a la terraza; la misma música, se supone, que deben poner en las bodas que celebran bajo la carpa que hay al lado. De modo que ni qué decir tiene que la comida fue amenizada por una sucesión interminable de rancheras y otras cancioncillas pasadas de moda; la gente es que no sabe ya qué hacer para joderle a uno la cosa bucólica esa de zamparse un bocata mientras disfruta del paisaje al aire libre. Así que nada más acabar la jamada nos pusimos de nuevo en marcha, de vuelta hacia el coche que habíamos dejado en el otro pueblo; suerte que llevábamos en cochecito de Mk y que Mr se comportó como un campeón durante todo el trayecto, que hasta se entretuvo persiguiendo libélulas o recogiendo palillos de esos para sustituir las pajitas de plástico con las que se monta sus juegos de la play imaginarios.
En total calculamos trece kilómetros más o menos de recorrido, lo suficiente para ir con unos críos y más que de sobra para que a eso de primeras horas de la tarde el calor empiece a generar en uno la necesidad imperiosa de regarse el gaznate con una cantidad generosa de lúpulo. Exactamente lo mismo a lo que acostumbraban mis padres cuando era pequeño y regresábamos del pantano a la ciudad directos a la cervecería duna que hay en el polígono de Betoño, cuando todavía existía la fábrica de cerveza que luego ofrecían en el bar con terraza donde se amontonaba la gente que llegaba del pantano a saciar su sed veraniega. Lo recuerdo con especial cariño, y sobre todo gula, porque allí también solíamos zamparnos unos buenos perritos calientes con mostaza o ketchup, mis progenitores entre jarra y jarra de cerveza, servidor y su hermano con sus respectivos Kas de naranja y también, también algún que otro sorbo de zumo de lúpulo que mi padre se decidía a ofrecerme con mucho cuidado, no fuera a desarrollar ya luego de mayor una inclinación irresistible hacia la cerveza; anda que no la cagó poco ni nada el viejo ahí también. En fin, muy deutsche todo, sí, sólo faltaba que alguien se pusiera a cantar a pleno pulmón el Tomorrow Belongs to Me de la película Cabaret. Claro que ya puestos a imaginar escenitas a lo Oktoberfest , mejor el patio de la vecina La Zuyana, que es adonde también acudía la gente cuando la cervecería de la Duna estaba a rebosar. Queda mejor porque el patio interior es más recogido, en verano resulta una gozada pimplar sobre sus bancos de madera y bajo la sombra de la copa de los árboles mientras te zampas un pollo asado, un o cualquier otra vianda. Allí mismo estuvimos repostando con un par de jarricas. Como era lunes a la tarde no había ni Dios, supongo que algo así debe ser el Paraíso Celestial ese famoso. Sea como fuera, habrá que volver en verano, claro que sí, ya no es por nostalgia, es culpa de los sorbos aquellos que daba mi viejo, que llega el verano, sale el sol, y todo lo veo color birra, eso y que a poco que caliente en seguida empiezo a salivar y soñar con jarras de cristal o cerámica de tamaños descomunales a rebosar de espuma; Oh liebe ich Bier auch!
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