Algo premeditadamente raro debe estar pasando cuando, dejando a un lado los méritos, los cuales no niego ni profesional y personalmente, un conocido cocinero de mi ciudad ocupa hoy la portada del periódico de mayor tirada de la provincia. Uno entendería un obituario a toda página, otra con las sentidas declaraciones de pésame de destacados personajes del lugar, incluso un reportaje a doble página en el suplemento semanal recordando los méritos del difunto. Sin embargo, juzgo que una portada no sólo es exagerado, sino también muy significativa del signo de los tiempos, los mismos en los que mientras las obra y milagros de la plana mayor de la intelectualidad y el artisteo pasa desapercibido, no son buenos tiempos para ir de culturetas por la vida, parece ser que ofende, que pone en evidencia mucha carencia, gente que antes pasaba por ser lo que eran, buenos o malos profesionales, que destacaban por lo que fuera en lo suyo y poco más, ahora los encumbrar como si en realidad hubieran aportado algo nuevo, original, sublime, a la humanidad. De ese modo, el mensaje que de un tiempo a esta parte parece ocupar a la plana mayor de los medios de comunicación es el de que la cocina está a la misma altura que cualquiera de las artes a través de las cuales se ha manifestado el género humano, algo así como si la tortilla desconstruida de Adríá o la crema gelatinosa de bacalao de Aduriz estuvieran a la misma altura que una catedral gótica o la Gioconda.
Uno lo ve tal que así, la consecuencia directa de una época empeñada en igualar todo por abajo, en hacer pasar por hito creativo lo que, todo lo más, será una ocurrencia más o menos afortunada, cuando no ya directamente una chuminada a no sé cuantos cientos de euro el plato. Y todavía llama más la atención está absurda exaltación de la cocina moderna, esta pretensión de querer equipararla a las artes con mayúscula, queriendo envolverla en un halo de trascendencia que de tenerla la tiene tanto como cualquiera de sus platos en el trayecto que va del plato a la boca y de allí al estómago para acabar en el retrete de cada uno. Y sin embargo, es tal la atención mediática que de un tiempo a esta parte se le otorga a determinados cocineros, tan descarado el empeño en hacer de estos profesionales modelos a seguir, resulta tan estomagante la ubicuidad de su nadería intelectual del tipo "los cocineros somos una tribu aparte, una raza distinta" (Arzak dixit), sí claro, faltaría más, y los pasteleros, los fontaneros, los peluqueros, el tipo que me vende las cebollas en la tienda de la esquina..., que uno, que es mal pensado por naturaleza, empieza a sospechar que todo esta atención sólo se puede deber a que mientras que el artista, el intelectual, acostumbra a ser un tipo inconformista y por lo general tocacojones, alguien que antes que nada busca generar opinión o simple y llanamente provocar, el cocinero de relumbrón es alguien que como habla de cosas tan obvias y cercanos, de fogones y cazuelas, como además lo hace sobre algo que gusta a todo el mundo, la jamada, pues que tiene que caer bien a la fuerza. Y de a convertirse en líder de opinión un paso, el que va en nuestra sociedad actual del no tener que decir nada sustancialmente interesante a no querer tampoco tener que escucharlo, no vaya a ser que nos pongan a pensar, a cuestionarnos cosas, a hacer algo más que babear ante un plato de chipirones en su tinta, este casero de necesidad, porque luego también tiene bemoles que la posibilidad de juzgar el trabajo, las supuestas genialidades que inventan a fuerza de estar por encima del resto del género humano, de estos que nos venden como figurones de la cocina, apenas esté al alcance de unos pocos, el resto tenemos que conformarnos con asentir con la boca abierta cuando nos lo cuentan los entendidos, exactamente igual que en el cuento del Sastre del Emperador desnudo.
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