Hoy a la tarde, jueves de baloncesto, esto es, de llevar al mayor al polideportivo de Pumarín, y pasear con el otro por los alrededores hasta que salga el primero del entrenamiento, lo que viene a ser tirar de cochecito cuesta arriba y abajo, comprar un potito de frutas con galleta para dárselo junto a la iglesia prerrománica de San Juan de los Prados, desbravarlo un rato en la campa que la rodea, lo que viene a ser correr detrás de él para que no agarre a un perro del rabo o se tire de cabeza de uno de los bancos de piedra, meterlo de nuevo en el cochecito para tirar de nuevo de éste por las calles empinadas de Oviedo, primero hasta encontrar una terraza donde servidor pueda proveerse de un cervezón en condiciones para recuperar fuerzas, y ya luego de camino al polideportivo hacer una parada en unos columpios donde el enano continuará torturándome al grito de "¡vamos, papá, sube, sube!"; vamos, que sí, que qué asco de vida.
El caso es que ayer, tras capturar y meter al enano en su cochecito, justo cuando me dispongo a atravesar el parque de Los Prados en una tarde de verano con un sol tan espléndido como desconocido después de semanas de nubes y orbayu (sirimiri), observo perplejo que uno de los senderos del parque está más concurrido de lo habitual, que las personas que lo transitan llegan a nuestra altura con una amplia sonrisa y en algunos casos haciendo muecas y gestos, en su mayor parte rayando lo obsceno y alusivos a no sé yo todavía qué tipo de objeto o elemento que, por lo que dedujo, se encuentra en el otro extremo del parque. Total, que no puedo resistir la curiosidad y hacia allí me dirijo con el enano debidamente inmovilizado con las correas del cochecito. Pues bien, ya mitad del camino descubro el motivo que provoca la hilaridad obscena de los viandantes. Resulta que, tal y como parece ser costumbre en esta ciudad en cuanto asoma el primer rayo de sol en lo alto, que a poco que caliente la gente se pone el traje de baño y se lanza a tumbarse sobre el césped de los parques a tomar el sol (cuestión verdaderamente curiosa teniendo la playa como quien dice a tiro de piedra, y aún así, porque, siendo de secano, me cuesta imaginarme en mi ciudad a la peña exhibiendo las chichas tal cual en mitad de la ciudad; será que los vitorianos somos de un pudoroso que asusta, ya dice mi señora que tanto colegio de cura no puede ser bueno, o será que si aprieta el calor y quieres tomar el sol te coges el coche hasta el pantano o acoquinas tus euros para tomarlo en las piscinas de Mendizorroza o Gamarra...), al fondo del sendero y retirara apenas unos pocos metros de éste hacia el ribazo, una chica de formas excepcionalmente voluptuosas yace tumbada de lado sobre la hierba apenas cubierta por las tiras de tela de su tanga, obsequiando al caminante, por lo general tipos de traje que atajan por el parque o madres de paseo con los críos, como un servidor, con la sugestiva y un tanto insólita visión de su hermoso y no menos generoso trasero, un alarde de poderío carnal y desinhibición, el cual no lo sería tanto, ni siquiera sería motivo de atención alguna, si no fuera por lo inusitado del lugar. Lo dicho, en un playa pasaría desapercibida, o no, pero allí en mitad del parque, de la ciudad, en medio del ruido de la autopista que rodea el parque y de la chiquillería que corretea por él, la escena resulta tan excepcional, y sobre todo tan sugerente, que ya no puedo dar media vuelta, ya no, ya tengo que pasar al lado quiera o no, es superior a mí, y además tengo a Mikel, discretillo él, diciendo todo el rato a grito pelado; ¡aaaamos, papá, amoooos!
Pues bien, llego con el cochecito hasta la altura donde se encuentra apartado varios metros el susodicho pandero entres cuyos pliegues se pierde la línea azul que recuerda la existencia de un tanga de color en alguna parte, y justo al lado del camino veo a dos señoras de edad tan avanzada como ajada, sentadas enfrente de la desinhibida muchacha que toma plácidamente el sol sobre la hierba indiferente a la rijosidad de los transeúntes. ¿Casualidad? Pues me dio que no, para mí que se habían situado allí estratégicamente para poder observar en primera línea las diferentes reacciones que provocaba la desbordante carnalidad que atraía las miradas de todos los que pasaban a su lado. Eso sí, las señoras no parecían dispuestas a asistir a semejante espectáculo como meras espectadoras, por lo que ve, o mejor dicho, por lo que uno pudo oír al pasar a su lado, también querían participar en el mismo, siquiera ya solo como comentaristas, de ahí que no dudaran en proferir todo tipo de observaciones despectivas, tanto acerca del volumen según ellas excesivo del trasero de la muchacha como de sus cualidades morales, ¡no tie poca vergüenza ni ná la guaja, fresca que yés una fresca, ho! Anda que no se lo estaban pasando poco bien ni nada esa tarde las dos urracas echando bilis por la boca. Y el caso es que estaban despotricando con tal saña, con tanta rabia, como si les fuera la vida en hacer saber a cuantos pasaban a su lado el asco incomensurable que les provocaba la, según ellas, escandalosa indecencia de la guaja, que uno no podía sino pensar en el placer inmenso que determinadas personas, y en especial a determinada edad en que todo apunta cuesta abajo, obtienen de criticar, despreciar, ultrajar y hasta perseguir a todo aquel que no comparte sus estrictos, primitivos y sobre todo rancios códigos morales o simplemente estéticos, o lo que es lo mismo, el irresistible encanto del odio al prójimo.
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