Con trece o catorce solíamos "excursionar" los sábados por la mañana por los alrededores de nuestra ciudad. En una de esas nos dio por ir hasta las casetas de madera que el tío de Aitor, uno de la pandilla -por entonces todavía andaba con los del cole de toda la vida y no tendría mi cuadrilla, como quien dice, hasta que me escapara a cursar el bachillerato en el instituto Baraibar, que decían "El Femenino-, tenía en medio de bosque junto a la aldea de Monasterioguren. Y hacía allí nos dirigíamos a pie desde Vitoria, con una parada en el pueblo de Mendiola para recoger los bocadillos de pan con barra de chocolate que nos había prometido la tía de uno de la pandilla, en plan "ochomiles" de barbecho, esto es, botas de monte, camisas de cuadros de las de entonces, chubasquero por si las moscas, por si tocaba un día de primavera como el de hoy, pasado por agua, y alguno -siempre había alguno que fantaseaba con tirarse al monte imitando a los "cabras" de Zumalde y en ese plan: en fin, cosas que se estilaban mucho en aquellos tiempos y por aquellos pagos con las consabidas e impredecibles consecuencias para ciertas imaginaciones adolescentes tan fantasiosas como impresionables-, hasta pantalones, chamarra y zakuto de caquí, retales del ejército que vendían en una tienducha al lado del hospital de Santiago. No obstante, no era tanto el ardor guerrero del "patriota" de turno lo que motivaba nuestra caminata, como la pasión amorosa que por aquella época hacía que la plana mayor de la pandilla anduviera como subida a una nube.
Y es que hacía apenas unas semanas que habíamos conocido a Isabel en los alrededores de los bajos de las casas del barrio de Txagorritxu por donde merodeábamos a la salida del cole. Isabel era una niña de carita preciosa, menuda y dulce como pocas, destacaba por su larga melena castaña hasta la cintura, sus jerséis de punto inglés y en los ya que ya sobresalía la evidencia de que estaba dejando de ser una niña, y unos vaqueros ajustados en el que su trasero adquiría la dimensión de unos verdaderos timbales caribeños. Isabel nos tenía pillado a todos con su dulzura en el trato y sus turgencias adolescentes a la vista. Pero Isabel siempre estaba acompañada, escoltada, por una amiga. Una amiga a la que, para no alargarnos, porque no lo merece, y también para ser fieles a la franqueza propia de la edad, en seguida le pusimos el mote de: "la Puta Gorda". No había manera de acercarse a Isabel sin que la Puta Gorda no se pusiera en medio para evitar que ninguno de nosotros monopolizara a su amiga. Con todo, y tras largas y duras negociaciones para obtener la aquiescencia de la Puta Gorda que ejercía la custodia de su amiga, los más exaltados por los encantos de Isabel consiguieron, primero audiencia, y luego ya derecho a un paseo con ella a solas de media hora como mucho.
El último en tener audiencia y paseo con Isabel había sido Iñigo justo el día anterior de salir de excursión hasta las chozas de Monasterioguren. Tal era su embeleso por la chica, y el interés de los demás por saber cómo había trascurrido la breve cita con ella, que no hablamos de otra cosa a lo largo del camino. Éramos en esencia cinco adolescentes idiotas e envidiosos a los que no les interesaba otra cosa que averiguar si la tal Isabel se dejaba magrear las tetas o no, que ya habría tiempo para ir bajando en la siguientes citas. Y como ya habían sido tres los que habían podido disfrutar de su compañía a solas, cada cual, y por si acaso, todos hablaban maravillas de la generosidad de Isabel para con nuestros más húmedos y sucios sueños. Pero de toda la pandilla era Iñigo quien más pillado estaba por la moza. Así que en una de esas, y se supone que para acallar los continuos y malévolos infundios que el resto estaba profiriendo acerca de la castidad de su amada, sacó de su zakuto un radiocasete de los de entonces, de aquellos con teclas del tamaño de un trampolín de piscina olímpica, e introdujo una cinta de Miguel Ríos, muy en boga en aquellos días. A partir de aquel momento sólo se pudo oír la canción fetiche del granadino: "El Río" , a saber si inspirado porque recién acabábamos de meter las piernas hasta la rodilla en el río/arroyo Errekaleor con la intención de poder cruzar así hacia el monte sin rodear todo el pueblo. Miento, en realidad era a Iñigo a quien tuvimos que aguantar tarareando "yo recuerdo aquel día que nos fuimos a bañar, aquel agua tan fría y tu forma de nadar, en el río aquel, tú y yo y el amoooor que nació de los dos..."
Y así hasta llegar hasta las estribaciones del monte Pagogan. Y juro por lo más sagrado, que para mí también es como jurar por nada, que el rasiocasette estuvo vomitando todo el rato "El Río", entre otras cosas porque Iñigo no cesaba de rebobinar la cita para solaz propio y disgusto en aumento del resto, hasta llegar al descampado donde estaban las chozas de madera que había construido gente como el tío de Aitor en medio del monte para echar el rato a espaldas de la urbe y así.
-¿Vas a parar ya con el puto Miguel Ríos? Ya hemos llegado.
-Vale pues. ¿Dónde está la cabaña de tu tío?
-Ni puta idea. Tiene que ser una de éstas. Yo sólo me acuerdo cómo es por dentro.
-Pues nada, patadón y cuando veas cuál es ya nos dices.
-¡Mira, en ésta hay patxarán casero!
-¡En ésta también!
-¡Y en ésta!
-¿Ya sabes cuál es la de tu tío?
-Pues no.
-Bueno, ya poco importa...
Yo ya no sé cuánto les duró a los demás la tontería con la tal Isabel, más sosa la pobre. En cualquier caso siempre menos de lo que le tuvo que costar a Iñigo tener que lidiar con la Puta Gorda para que luego fuera la amiga y se liará en serio con un tío cinco o seis años mayor. De lo que sí me acuerdo es de que no volvimos a escuchar nunca más a Miguel Ríos y todavía menos "El Río", que de hecho lo más parecido que escuchamos a una balada en los años venideros fue la de "Txus es un alcohólico" de la Polla Records, esto es, la historia de amor de un notas con la priva, o el "Eder bati" de Hertzainak, la cual hablaba de lo bonito que es el amor con uno mismo y en ese plan.
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