Me acerco hasta la oficina de Correos de mi zona en Oviedo para mandar un libro a un amigo. Es una oficina que frecuentaba a menudo, tanto que ya parecía hasta de la plantilla. De hecho he tenido broncas con todos los que allí trabajan. No siempre, claro, pero la bordería de ciertos veteranos, de esos que cuando te tratan se les nota en la mirada que están pensando ya en repetir el pincho de la mañana, junto a cierta y reiterada incompetencia a la hora de entregar paquetes que según ellos no habían llegado nunca a sus dependencias a pesar de que los certificados decían lo contrario, paquetes que antes de llegar a tus manos parecían que habían dado la vuelta al mundo en 80 días metidos en la entrepierna de Willy Fog, la pérdida de otros en un extraño limbo que luego descubrías que era debido a haber escrito mal las direcciones -un día hablaré de las caras que ponen algunos cuando ven que la dirección está escrita en una de las cuatro lenguas oficiales del Estado y que a ellos parece traerles por la calle de Amargura-, o esa todavía más extraña maldición por la que podía estar haciendo cola hasta que llegara mi turno y entonces, vaya por Dios, que no funcionaba esto o lo otro, vuelva usted mañana... una vez más.
Siendo así de procelosa mi relación con la oficina de Correos de mi zona, que del resto no hablo, hacía ya tiempo que evitaba las colas a cualquier hora y los malos modos de los empleados de la oficina de Correos mandando mis paquetes directamente por UPS en una oficina que hay justo al lado y que regentan dos hermanos venezolanos imposible más dispares; ella un verdadero encanto, la típica caraqueña dicharachera que tanto me recuerda a mi prima Adriana, y su hermano, el venezolano más tieso y cara acelga que he conocido en mi vida, que ya es decir, se diría que todo el Caribe que hay en él se limita al acento.
Sin embargo, hoy había decido aparcar el resquemor acumulado durante los últimos años hacía dicha oficina, en parte porque tenía tiempo de sobra para hacer cola mientras esperaba a que el canijo saliera de su clase de música, y en parte también porque UPS no es especialmente barato. Así que saco mi número y me dispongo a hacer cola porque veo que sólo hay unas veinte y pico personas delante de mí, que calculo unos veinte minutos de espera, con lo que me sobran diez para ir a recoger al enano. Pues no pasan ni cinco minutos cuando de repente aparece una cara que me es harta conocida, como que no he tenido pocos rifirrafes con ella, creo que la jefa de la oficina, con el rostro compungido dirigiéndose a los presentes: "Lo siento mucho, pero se nos ha caído -o puede que dijera "se nos ha vuelvo a caer"- todo el sistema operativo por lo que no podremos atenderles hasta..."
No me lo podía creer. ¿Seré yo el gafe? ¿Será por eso que no me invitan a firmar en el Día del Libro en mi pueblo? ¿Será que se les cae el sistema de los cojones todas las semanas y tocaba precisamente hoy lunes? ¿Será que como es una oficina del extrarradio el informático no se pasa por ahí más que una vez al año?
No lo sé; pero, si oyen hablar de un tipo alto, lo que viene a ser un chicarrón del norte - para qué engañarnos-, con gorra y barba cerrada, que hoy lunes a la tarde abandonó una oficina de Correos en dirección a la de UPS que hay al lado, cagándose en Dios por todo lo alto y no sé qué otras blasfemas barbaridades, no negaré que conozco al tipo, no puedo.
*Oficina de Correos de David Blythe Gilmour (1815-1865)
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