Al principio creía que era imbécil y que por eso no saludaba cuando me lo encontraba en el portal, la escalera o el ascensor. Yo entonces insistía para que se diera por aludido y ni por esas; siempre se escabullía o miraba hacia el otro lado para hacerse el longuis y evitar devolverme el saludo.
Pero oye, no me di por vencido porque creo que todo el mundo merece una oportunidad o varias; siquiera ya sea sólo por el dicho de que "no desees a tu prójimo lo que no desees para". Sí, puro pragmatismo.
De modo que un día coincidí con él en el ascensor y ahí ya no le dejé escapatoria. Lo traté como si lo conociera de toda la vida acribillándolo a observaciones intrascendentes sobre el tiempo y preguntas indiscretas sobre su presente más inmediato, quiero decir, si iba o venía, si había tenido buena o mala mañana, qué tal esas deposiciones. Y claro, al principio lo notaba incómodo, mucho, como si el hecho de que le estuviera prácticamente obligando a mantener una conversación conmigo fuera equiparable a una colonoscopia, que viene a ser, para los de la ESO, dejar que te metan un tubo por el culo para hurgarte por dentro. Pero, hete ahí que enseguida derivé la conversación hacia el chucho que le suele acompañar, un bichejo peludo más feo que Picio, pulgoso se les decía antes, de esos que los ves acercarse de lejos y lo primero que te viene a la cabeza suele ser: "¡contente, contente, no le sueltes una patada que igual no tiene pulgas, no!", preguntándole por su edad, raza, carácter y todas esas insustancialidades al uso, y, oye, le cambió el semblante de golpe, se le iluminó más bien.
Y de ese modo supe que ese can esmirriado y feo como un demonio no era un cachorro a pesar de su tamaño, sino una perra que ya estaba más bien en edad de vestir santos, que no tenía pedigrí alguno sino que era el resultado de mil cruces de chuchos callejeros, momento en el que sólo se me ocurre soltarle, porque soy un puto bocazas que no es capaz de aguantarse una gracia: "¡Anda, pues como yo!"
Y desde entonces un infierno. Porque parece que le debí caer en gracia al vecinito, y que, en efecto, su reticencia a devolver el saludo era sólo timidez. Pero claro, una vez roto el hielo, pues esto no hay quien lo aguante. Cada vez que lo veo me saluda todo efusivo y no duda en pararme para darme el parte de las vicisitudes, ya no de su rutina, sino de la de su chucho. Dicho de otro modo, de diez a un cuarto de hora de mi vida que me roba a diario cuando coincido con él, qué menos para tenerme al tanto de si ese día ha comido poco o mucho el puto chucho, la frecuencia con la que hizo sus necesidades el día anterior y si éstas eran más o menos sólidas según lo ingerido en los últimos días. Y eso cuando no me habla de la salud de sus padres, porque en realidad él ya no vive en el edificio, sino que viene a verlos varias veces al día con el perro.
Estoy hasta los huevos. Como que estoy barajando la posibilidad de ser yo quien le retire el saludo, vamos, de convertirme yo en el vecino rancio y malencarado al que todo el mundo rehuye. Pero claro, entre que uno ha ido a colegio de pago -lo cual es una chorrada como un tempo, porque en realidad he ido al mismo que Javier Maroto y su colega Iñaki Oyarzabal, el alcalde de mi pueblo, unos cuantos etarras de esos que dicen históricos, el dueño del Sagartoki y otros muchos más impresentables, por lo que es obvio que la educación recibida no garantiza nada...- y así como tirando a buen tío, si bien procuro hacer todo lo que puedo para quitarme, pues oye, que no hay manera de recuperar el tiempo perdido, robado.
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