Juro que siempre procuro entender los argumentos y hasta los instintos de aquellos que piensan distinto a como lo hago yo. Es un principio que considero imprescindible para no acabar a la altura de aquellas personas que más detesto, aquellas incapaces de escuchar a los demás, ya sea porque su soberbia es tal que consideran que no merece ser oída cualquier otra cosa que no sea su verdad o, simple y llanamente no son capaces de ver más allá de sus narices, no les da. Me refiero, claro está, a los sectarios, fanáticos o simples tontos del culo.
De ese modo, reconozco que entiendo, y hasta comparto en buena parte las reservas morales de aquellas víctimas golpeadas directamente por los asesinos, los argumentos de aquellos que se tiran de los pelos tras la legalización de Sortu. Los entiendo como respuesta instintiva, humana, a lo que consideran una claudicación hacia aquellos que durante décadas han apoyado y hasta ayudado al terrorismo de ETA. No obstante, lo que ya no comparto son sus argumentos. Para empezar esa idea de que Sortu y todo lo que le rodea es ETA. No es que peque de simplona, de un reduccionismo más que interesado, es que no se sostiene, y ya no sólo a la vista de los últimos acontecimientos dentro del mundo de la llamada izquierda abertzale, de la renuncia explícita y pública de ésta al uso de la violencia para conseguir sus objetivos políticos, sino sobre todo de acuerdo con la Ley de Partidos a la que la coalición Sortu ha sido sometida.
Sin embargo, la sentencia del Constitucional ha removido las entrañas de muchos ciudadanos españoles que juzgan que la izquierda abertzale no debería ser legalizada nunca. El problema es que las razones que sostienen para ello se alejan y mucho de lo que es el derecho. A decir verdad, esas razones tienen que ver más con preceptos éticos o políticos que meramente jurídicos. Es decir, están convencidos de que Sortu es la vanguardia civil de ETA, que los que componen la coalición están a su servicio y que, lejos de pretender reintegrarse a la vida civil en igualdad de condiciones que cualquier otro partido político, su verdadera intención es aprovecharse una vez más de la debilidad, la ingenuidad o el cretinismo de la democracia española para volver en breve por sus fueros. Este sería en esencia el argumento político para oponerse a la legalización de Sortu. El ético o moral atañe a la negativa de la gente de la izquierda abertzale a condenar los atentados de ETA, o lo que es lo mismo, a renegar de ésta.
Pues no estaría mal que todos estos ciudadanos españoles indignados empezaran a discernir entre lo que es "ex jure" y lo que debe ser de simple y llana "bona fide" , esto es, entre lo que dice la ley y lo que cada cual cree que debería decir o dejar de decir ésta. Dicho de otro modo, si un sujeto por muy reprobable o desagradable que se nos antoje cumple lo estipulado por la ley, éste debe ser en consecuencia legal, lo cual no es óbice para que el juicio moral, ético, político o lo que sea hacia dicho sujeto tenga que dejar de ser lo que es: reprobable o desagradable. Pero eso ya no corresponde a los juzgados, sino al foro público al que, una vez cumplido con todos los requisitos, puede y debe acceder para ser expuesto a la crítica y repudio del resto. Eso es además lo que, tal y como se ha apresurado a expresar el propio Gobierno Vasco de Patxi López, estamos deseando la inmensa mayoría de los vascos, que los que hacen del victimismo una de sus mayores bazas políticas se reincorporen de una vez por todas al ruedo político en igualdad de condiciones que los demás y dispuestos a encajar lo que les venga encima como resultado de su apoyo y ayuda en el pasado a los asesinos, de su negativa a condenarlos. Porque es en el terreno de la política del día a día, en el debate y la gestión, donde hay que oponerse a Sortu y a su gente, donde hay que combatir sus ideas intentando destacar sus contradicciones, desmontar sus mentiras y rechazar sus medidas.
No condenan los atentados, ni a ETA en sí, cómo lo van a hacer, si son lo que son, no nos engañemos, y eso les convierte en moralmente reprobables, despreciables incluso; pero no en culpables de quebrantar ley alguna, porque el código civil no puede condenar a nadie por ser despreciable, y todavía menos aún en base a las simpatías o no de éste hacia tal o cual organización criminal. El código civil no puede ni debe condenar a nadie por ser un imbécil o un hijo de puta, el código civil tiene que condenar a ese imbécil o hijo de puta si llevado por su imbecilidad o hijoputismo acababa cometiendo un delito.
Pero parece ser que buena parte de la opinión pública española no entiende de los límites del derecho, y de ahí que se revuelva contra los jueces por hacer su labor. Esa parte de la opinión pública española no exige justicia de acuerdo a la ley, la exige de acuerdo a sus preceptos éticos, sus conveniencias políticas e incluso simple y llanamente en respuesta a sus instintos vindicativos.
Y ahí está precisamente el problema de esa parte de la opinión pública española enroscada en el muy vernáculo "no, bajo ningún concepto, al enemigo ni agua, o conmigo o la cuneta", que confunde constantemente lo que cree que es moral o éticamente reprobable con lo que debería ser legalmente condenable, que pretende que sea el poder judicial quien dirima los conflictos morales, éticos y hasta políticos, única y exclusivamente porque no nos gustan, porque escuecen. ¿Que la izquierda abertzale y los militantes de ETA se consideran a sí mismos soldados derrotados antes que terroristas? Es su problema. Además, ¿a quién le extraña? O es que también hay que legislar en contra de las paranoias del prójimo. El código civil se basa en prevenir y castigar el dolo a terceros, no en hurgar en la conciencia más o menos desquiciada del prójimo, y para hacerlo necesita indicios, pruebas. Pues parece ser que el Constitucional no las ha encontrado.
A mí, me voy a sincerar, esta actitud permanentemente airada e intransigente de buena parte de la opinión pública española se me antoja, además de la enésima manifestación de una tara secular como consecuencia de siglos de intolerancia en prácticamente todos los campos de la política, cultura, religión, etc., también un ejemplo prístino de cierto infantilismo intelectual de una sociedad empeñada en entender las cosas en blanco o negro -algo que ya apuntan muchos autores que está intrínsecamente relacionado con la omnipresencia conceptual y secular del maniqueísmo católico en la vida diaria de los españoles y de otros pueblos mediterráneos-, que la incapacita de entrada para aprehender los matices de la realidad, que confunde de continuo conceptos y la mueve a regodearse en los maximalismos y a juzgar el todo o nada como el sumo de la virtud, cuanto más extremo en todo más virtuoso.
¿Cuál es su alternativa al dictado del Constitucional? ¿Castigar ad eternum a la izquierda abertzale en base a su pecado original por el apoyo y la ayuda expresada a los asesinos en el pasado? ¿Impedir que miles de ciudadanos vascos puedan expresar sus querencias políticas sólo porque éstas coinciden con las de los asesinos? A ver si va a ser eso, que lo que realmente motiva el rechazo a Sortu ya no es tanto lo que muchos de sus componentes y simpatizantes hicieron en el pasado como lo que tienen pensado seguir haciendo en el futuro; defender la independencia del País Vasco-Navarro. Por qué si no esa obstinación en evitar a toda costa que los independentistas vascos puedan defender democráticamente sus ideas, siquiera ya sólo exponerlas. Y es que basta reparar un rato en las reacciones de esa buena parte de la opinión pública española hacia todo lo referente a los nacionalismos periféricos, y comprobar que muchas veces su rechazo no responde tanto a los medios utilizados por éstos, los medios violentos y asesinos, como a sus objetivos. En resumen, que no se oponen tanto a la legalización de Sortu por su pasado violento como por su ideología independentista.
Si eso fuera así nos encontraríamos ante el enésimo ejemplo de la muy probada y secular intolerancia española, un sistema que se dice democrático pero a la hora de la verdad es incapaz de asumir y tolerar a los disidentes, a sus propios enemigos incluso, que huye del debate como de la peste en la convicción de que rebajarse a hacerlo es lo mismo que condescender con el enemigo y sus ideas. No hay más que ver u oír los argumentos o simples salidas que se utilizan a diario para rebatir todo aquello que resulta ajeno u hostil a los oídos de la gente de orden o fanáticos de lo establecido: eso no se puede porque es anticonstitucional, que se olviden de eso porque antes mandamos al ejército, eso no se dice, eso no se toca... Parece que en el debate político español hay un ABC permitido y que todo lo que se salga de ahí, o no es de buen tono, no es legal o ya directamente roza la blasfemia, el pecado.
De ahí mi convicción en la baja calidad de la democracia española, tan a rebosar de tabúes y artículos de la fe del carbonero, que resulta completamente utópico, ingenuo, imaginarse aquí un referendo similar al que se celebrará pronto en Escocia para decidir sobre el futuro de la unión de ésta con el resto del Reino Unido, para decidir la independencia o no de Escocia. Uno está convencido de que el sólo hecho de proponer algo parecido para el País Vasco-Navarro o Cataluña sería motivo suficiente para ser tachado de todo lo peor, de ser un fanático antiespañol, amigo de los terroristas y en especial de eso tan bonito de separatista, aunque uno esté convencido de que lo más parecido a un separatista vasco o catalán es siempre un separador español, que ambos se retroalimentan y por lo tanto se necesitan. En fin, de nuevo la cosa esa de verlo todo única y exclusivamente en blanco o negro. Y sin embargo, la sola posibilidad de que un referendo como el escocés pudiera darse aquí -aunque luego uno fuera a votar no a la independencia de su paisito porque su idea del hecho identitario, de donde acaba la identidad vasca y empieza la española o común, es mucho más complicada o intricada, mucho más foral incluso, de lo que suele ser la de los nacionalistas al uso del centro y de la periferia; aunque, vete a saber, igual ese día me levanto con el pie izquierdo y, por lo que sea pero que seguramente tendrá que ver con mi convicción de que la idea de una España plural que respete a las minorías y su cultura es imposible, que no basta con tolerar las lenguas y culturas ajenas a la mayoritaria, hay que aceptarlas también como propias, siquiera ya sólo porque en realidad lo más importante para mí por encima de cualquier consideración identitaria es el derecho y el respeto a la libertad del individuo a elegir, y voy y voto que sí, que a tomar por culo quinientos años de Historia y que nos devuelvan las aduanas al Ebro, eso y la restauración de la monarquía navarra, puestos a pedir... - me parecería maravillosa. Maravillosa porque significaría que España, antes que un destino en lo universal o una certeza sacro-histórica-cultural para muchos, una inmutabilidad del alma y la geopolítica, es una sociedad verdaderamente democrática, capaz de superar los histerismos patrioteros de los enamorados de las banderas y sus fronteras, y que por ello está dispuesta a asumir que las reclamaciones de una minoría, si es mayoría en su feudo, pueden y deben ser sometidas al escrutinio de las urnas, que no tendría sentido mantener dentro de la misma estructura política-administrativa una parte de su territorio en contra de la voluntad mayoritaria de sus habitantes, no sería democrático, no tiene sentido. Pero ya, ya, eso no está escrito ni en la Constitución que lo sacraliza todo como si todavía fuéramos vasallos de un dios inexistente, ni en el código genético de la mayoría de los que rigen los destinos de esta nación de naciones llamada España, creo.