Los pedagogos. Yo los sufrí mientras me sacaba el CAV (Curso de Adaptación para el Profesorado), puro trámite de un año para una recua de licenciados sin horizonte laboral a la vista entre los que destacaban y con creces todos los que habíamos estudiado letras. Íbamos para profesores y la inmensa mayoría no sólo carecía de vocación alguna sino que además no desaprovechaba la ocasión para jactarse de ello. No era de extrañar, las carreras de letras se estudian por amor al saber o porque no queda otra, por estudiar algo y sacarte una licenciatura. Luego ya cuando acabas y piensas qué puedes hacer con el título debajo del brazo se impone la cruda realidad, ya sea la de hacerse a la idea de que la única salida o casi es la enseñanza, o la de que incluso en ese campo la cosa está muy pero que muy cruda, profesores o aspirantes a tales los hay a patadas y en casi todas las disciplinas. Al menos así era en mi época y tampoco supongo que habrá cambiado demasiado. La plana mayor de la peña que abarrotaba las aulas de Magisterio para cursar el CAV de marras estaba a verlas llover, deseosa de que pasará el tiempo lo más rápido posible para poder añadir un nuevo título a su currículo y poco más, si luego surgía algo, la ocasión de entrar en una lista para hacer sustituciones en la pública e incluso encontrando un puesto en un cole privado, pues mejor que mejor viendo como estaba el patio, nadie iba a decir que no aunque la idea de dar clases delante de chavales de diecimuchos se les hiciera cuesta arriba, esto es, aunque no tuvieran ni la más mínima gana y todavía menos oficio, maña o lo que fuera.
En mi caso no sé si lo tenía muy claro. Como a la
mayoría también a mí se me hacía cuesta arriba enfrentarme a diario a una jauría de
adolescentes para los que sabías que te ibas a convertir en su enemigo nada más
cruzar el umbral de la puerta de clase. Sin embargo, no sólo siempre me había
gustado el oficio de docente, sino que incluso ya de pequeño acostumbraba a jugar
a que impartía clases de multitud de asignaturas a la vuelta del colegio en la soledad de mi cuarto. De
hecho, en mis juegos solía adelantar la materia que todavía no había dado en
clase y la impartía tal como me venía en gana a mi alumnado imaginario. Qué le voy a hacer, si
sólo fuera rarito por eso ya me conformaría, pero ya, ya. Por otro lado, casi
nada del mundo de la docencia me era extraño. Para empezar, tenía dos tíos
profesores, el hermano mayor y el menor de mi padre. Ambos habían salido pronto
de casa para cursar el bachillerato con los frailes de Eskoriaza dejando a mi padre,
el del medio de los seminaristas que se podría decir, en casa de mis
abuelos, vamos, para el campo y así. Luego del bachillerato
pasaron al seminario de Vitoria, de donde el mayor salió por patas antes de hacer voto alguno, se ve que era un poco rebelde y le iba eso de tocar los huevos al personal a base de bien y con especial predilección por la autoridad al frente, algo que, para qué negarlo, me temo que viene de familia. Total, que acabada la carrera recabó en Madrid para trabajar de profesor
en un colegio privado. Murió cuando yo era muy pequeño de un ataque al corazón, y, casualidades de la
vida, cuando tenía quince o más años, no me acuerdo con exactitud, mis padres se trasladaron a vivir desde los alrededores de la Avenida Gasteiz, donde habíamos
vivido hasta entonces, hasta la aldea de Berroztegieta a las afueras de la
capital alavesa. La casualidad estriba en que mi tío Ismael había comprado hacía
mucho un terreno en esa aldea con la única idea de levantar allí un colegio
privado para cuando pudiera permitírselo. Parece que ese era su sueño, volver a su
tierra a dirigir y enseñar en su propio colegio. Mi otro tío, en cambio, sí tomó los
hábitos en el seminario y acabó de cura durante unos años en un pueblo de Treviño. Ahora bien, no tardó en colgar la sotana para ponerse a trabajar toda su vida como profesor de francés
en varios institutos hasta que al final pasó a la escuela de idiomas de Vitoria
de donde fue director en los últimos años. Como a mi tío Ismael sólo lo pude conocer muy de pequeño
la imagen del profesor que fue que tengo de él me ha sido formada más por los recuerdos
de mis mayores que otra cosa. Mis recuerdos de mi tío son muy otros, los de un
hombre que era saber de su presencia y alegrársete el día, todo eran risas y cachondeo.
En cambio, mi tío José Mari era el profesor con mayúsculas, el que me pasaba
libros para incentivar mi afición a la lectura, también la de la música, y el
que nos hablaba a mí y a mis primos de cosas que no eran a las que estábamos
acostumbrados en casa. Así pues, yo no puedo releer a Baroja, Sábato, Delibes y
muchos más, y no acordarme de un hombre al que admiraba y acaso también
envidiaba; estaba muy bien eso de ser profesor, siquiera sólo porque su mundo era
mucho más amplio que el de las cuitas habituales de nuestros padres con los dineros y la brega diaria con el prójimo..
Por si fuera poco, mi padre se hizo maestro
industrial de peluquería en Madrid y al poco de ganar el dinero suficiente en su propio
negocio, aquel que ocupaba la mitad del primer piso de la Avenida Gasteiz donde
vivimos de pequeños, montó una academia de peluquería que con el tiempo
consiguió ampliar hasta el punto de que se la acabaron homologando para que
pudiera expender el título de FP1. Recuerdo perfectamente el día que le
otorgaron la homologación porque fue sin lugar a dudas uno de los más felices que
he vivido en mi casa. Luego ya la academia se convirtió durante mucho tiempo en
una de las más reputadas de la ciudad, si no la que más, qué cojones, se podría decir
incluso que varias generaciones de peluqueros de la provincia y zonas limítrofes
como Miranda, Alsasua, Haro o el Alto Deba estudiaron en nuestra
academia.
Valga todo este rollo para explicar que poco o
nada de lo relacionado con la enseñanza me era ajeno, que he crecido entre
profesores (la viuda de mi tío de Madrid también lo era, así como lo es su hijo
mayor, otro primo que imparte clases de derecho en Pamplona o Logroño, y no sé
yo todavía hay alguno más por ahí) y sobre todo entre los alumnos de la
academia de mi padre donde también hice mis pinitos. Pues bien, no puedo decir que tuviera una gran
vocación docente, pero si bastante disposición y respeto por el oficio. De modo
que puede que esa fuera la razón y no otra por la que acabé cogiéndoles tanto asco a los
pedagogos del CAV, esos seres extraños y perversos que se afanaban en
justificar cinco años de memorizar teorías educativas de todo tipo, cada cual más absurda o estrambótica, la mayoría
de ellas pensadas por gente que no había puesto un pie en un aula en toda su
vida, a cuenta de nuestra santa y sobre todo escasa paciencia. Con decir que había una que incluso pretendía
que fuéramos por las tardes a su clase de no me acuerdo qué coñazo de asignatura del
curso para pegar brincos. Que era muy importante aprender a desinhibirse, decía
la heavy de chupa de cuero y cinturón de pinchos que nos daba clase, que
estábamos muy tiesos y eso no era bueno para la docencia, que teníamos que
aprender a soltarnos si queríamos llevarnos bien con nuestros alumnos. Y dicho
y hecho, la chavala, que en el fondo era bien maja y no estaba poco buena ni nada,
que a saber si esa y no otra era la razón por la que acababa convenciendo a la
peña de que se pusiera a dar brincos en mitad de la clase durante más de un
cuarto de hora como si estuvieran en un after o en plan ataque
epiléptico generalizado, se tiró prácticamente todo su curso intentándonos convencer de
que la diferencia entre un profesor y un mono de feria, un payaso de circo o cualquier otra cosa por el estilo, pues
eso, tal para cual. Eso sí, yo, ni qué decir tiene, no me levanté a hacer el
macaco ni un puto día. No sólo eso, sino que además me cruzaba de brazos y me
ponía de morros." ¡Mala hostia tienes, Txema, mira qué eres sieso! ",
me decía la colega. Pues va a ser que sí. Ahora bien, luego ya cuando
coincidíamos por lo viejo y nos invitaba a entrar a tomar algo en los garitos
de melenudos chillones que frecuentaba, ya me encargaba yo de explicarle que para
desinhibirme ya tenía el fin de semana con sus birras y sus cubatas, para
qué más.
Pedagogos, también podría hablar de otra con voz
de pito, ésta también muy maja ya fuera de clase, que se empeñaba en que nos
lleváramos a casa cantidades industriales de apuntes de pedagogía, vamos, de
obviedades por un tubo y por escrito, y que al día siguiente, a saber si por
rebajar la tensión que se creaba cuando amenazaba con tomarnos la lección o porque era así de ñoña, sólo se le ocurría preguntar con su voz
de pitiminí: "¿Habéis visto ya mi tochito?" A lo que, como era de
esperar conociendo el percal, no faltaba quien le preguntaba a grandes voces:
"¿Que si hemos visto tu queeé?", y ella, "mi tochito, mi
tochito!, y de nuevo nosotros, "¿Tu chochi...qué?" En fin, es
que si no te lo tomabas de coña, qué ibas a hacer entonces, ¿matarlos a palos?
Pedagogos.
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