Ha caído una nevada de mil pares y unos
cuantos millones de copos en mi ciudad y servidor no ha podido resistirse a la
visión de las diversas galerías de fotos que han ido dejando a lo largo del día
sus paisanos. Para mí son de una belleza realmente emotiva, ya que no inusual,
porque precisamente por eso, por ser la estampa de la ciudad nevada una de las
más arraigadas en la mi memoria personal, casi que no puedo evitar cierto
respingo nostálgico. Y mira que no escribo nada nuevo, que repito esta entrada
dedicada a la nieve cada año. Pero, qué se la va hacer, yo elijo lo que escribo
y pocas me gustan más que hacerlo de mis recuerdos, ya se sabe que a toro
pasado todos resulta de un gozoso entrañable que espanta, anda que no es poco
selectiva la memoria de nada, por no decir indulgente.
De ese modo, ahora toca hablar de ese repentino
estado de sitio en el que queda sumida la ciudad inmediatamente después de la
gran nevada, el esplendor níveo que te rodea por todas partes como si de
repente te hubieran traslado, no ya a un paisaje polar o de tundra, sino
incluso al mismísimo cielo tal y como suele ser representado habitualmente por
más de un caricato del papel o el celuloide. Todo tu entorno cotidiano aparece
inmovilizado bajo la nieve. Las calles se vuelven impracticable, los coches
circulan a ralentí, más de uno patina casi que hacia la oficina de seguros de
su dueño, y los peatones tampoco se quedan mancos, gente aparentemente normal,
de los que no darían la nota así les subiera por la coronilla una marabunta de
hormigas rojas carnívoras, se pone hacer patinaje artístico improvisado o a
tirarse de cabeza sobre la nieve de los jardines en plan "hoy no llego al
curro, vuelvo a ser un niño, a ver esas bolas..." Por no hablar de la
indumentaria que de repente algunos parecen haber rescatado directamente del
armario donde guardaron el disfraz de esquimal de los carnavales de hace un par
años, gente excesivamente precavida o timorata que te aparece en el ascensor de
casa cubierta con un gorro ruso y unas raquetas por lo que pudiera suceder
desde el portal hasta su lugar de trabajo, eso cuando no te das de bruces con
un vecino embutido en el chubasquero para la nieve último modelo debidamente
testado antes en una oficina de la NASA o similares ; ni qué decir que estos
días los del Decathlon se forran, cualquiera diría que la nieve la provocan
ellos. Ahora bien, para personajes de estos días las ancianas, suelen ser
mujeres en su inmensa mayoría, que ya se con una capa de nieve de medio metro u
otra de hielo, aprovechan para salir a comprar el pan en bata de andar de casa
y zapatillas otro tanto; no tienen precio, de no ser el que le cuesta luego a
la Seguridad Social en prótesis para caderas; este año con los recortes y la
privatizaciones puede que ya no se vean tantas.
Con todo, rememorar los días de nieve en una de
las ciudades donde su climatología extrema, Siberia-Gasteiz que le
decimos, acostumbra a regalarte al año dos o tres días de entumecimiento generalizado,
es sinónimo inequívoco de recuerdos infantiles. Una infancia en la que además
las nevadas solían ser más copiosas y sus efectos podían demorarse durante
varias semanas o más. Para un niño no podía haber nada mejor. Para empezar
muchos no podían acudir al colegio, prácticamente todos los que vivían a las
afueras y en el entorno rural, para ellos la nieve era lo mismo que unas
vacaciones improvisadas, todo el santo día a retozar por la nieve por los
alrededores del pueblo, a tirarse en trineo por las laderas o hacer muñecos de
nieve de varios metros. Para los que vivíamos en la ciudad la cosa ya estaba
más chunga, como tenías el colegio a un par de manzanas o casi tocaba hacer
expedición a lo Amundsen, si bien con muchos menos medios, todo lo más la
chamarra de siempre, unas botas de esas que te llevaba media hora atarte los
cordones, los guantes, el gorro y la bufanda. Luego a deslizarse desde el
portal de casa hasta el colegio, trayecto que entonces te costaba el doble de
lo habitual, y puede que hasta más, entre lo que te costaba sortear los
peatones que se apelotonaban bajo las cornisas donde o no había tanta nieve
acumulada o ya se habían encargado de quitar la nieve los porteros y los dueños
de los comercios, el tiempo que dedicabas a hacer la almondiguilla sobre la
nieve, el que se te iba en preparar las bolas de nieve para arrojar al primer
conocido del cole que se cruzara por el camino, y, por lo general, la lucha
contra los elementos en forma de ventisca que te golpeaba de lleno en los ojos,
la única parte del rostro sin cubrir, o resbalones al cruzar la carretera que
los coches habían convertido ya en una pista de patinaje. Eso por la mañana y a
la salida del cole, que en el recreo ya se encargaban los hijoputas de los
curas de privarte del plácer de jugar con la nieve en el patio para que luego
no les pusieras perdido de aguanieve el interior del colegio. A la
salida, que entonces solía ser por la tarde, aquello ya era el despelote, como
que solíamos salir en tromba para ponernos a hacer bolas de nieve como posesos,
si bien el verdadero atractivo del asunto era correr lo más rápido posible para
pillar a las alumnas del colegio del monjas de la Presen a la salida; la cascada de bolas de nieve de la que eran
objeto por nuestra parte era digna de los manuales de táctica, no ya militar,
sino yo diría que amatoria, vamos, que las cubríamos a bolazos sin otra
intención que demostrarles lo mucho que nos sentíamos atraídos por sus encantos
femeninos. Pero, como no todo iba a ser romanticismo a tan tierna edad, al poco
de dejar constancias a las féminas de la Presen de nuestro acendrado
cariño hacia ellas, y siempre sustrayéndonos de nuestras obligaciones
extraescolares o simplemente domésticas con la excusa de la nieve, la alegre y
aterida muchachada acudía presta al campo de batalla en forma de parque público
o campa en mitad de la nada -solar que le dicen por otros pagos- a batirse el
cobre a bolazos con las hordas de otros colegios. Entonces sí, entonces había
que demostrar las habilidades castrenses de cada cual y, por lo tanto, se
imponían las estrategias del tipo ocultar piedras entre la nieve de las bolas o
amasar bolas gigantes entre varios para arrojarla entre todos sobre la cabeza
de algún rezagado del equipo o ejército contrario que una vez ya derribado era
sometido a la correspondiente lapidación nívea: una gozada.
Pero ya digo, eso apenas duraba una semana, en
seguida venía el deshielo y con ello la consecuente depresión infantil. La
nieve antes resplandeciente y aparentemente eterna empezaba a batirse en
retirada para convertirse primero en aguanieve y luego en montículos aislados
de una cosa gris y sucia que sólo estorbaba a la par que recordaba lo efímero
de la alegría de los primeros días de nieve. Y no quiero decir que la imagen de
la nieve derretida, gris, sucia y arrinconada me recuerde, así como el que no
quiere la cosa, esa otra del país que de un día para otro pasa del paisaje de
la nieve inmaculada al de la mugre de ésta porque ni era eterna ni tan blanca
como se pensaba. No quiero porque eso ya es otra cosa, forzar demasiado la cosa
ésta de las imágenes cogidas con pinzas. Yo sólo quería hablar de la nieve
aprovechando las fotos que ilustran esta entrada y que he robado descaradamente
del portal informativo www.hirinet.net ;
vamos, como todos los años, que tampoco es que uno vaya de original por la vida
ni nada parecido.
*música de fondo: Keith Jarrett The Köln Concert
*música de fondo: Keith Jarrett The Köln Concert
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