Parece ser que la noticia del envenenador del
barrio de Cimavilla en Gijón, el pinche de cocina que repartía por los perolos
del restaurante El Lavaderu una sustancia que los médicos recetan a los
alcohólicos que se comprometen a consumirla a sabiendas de que si luego prueban
una gota de alcohol padecerán todo tipo de trastornos, ha trascendido más allá
de local. Ayer en la cena en casa de los amiguitos nos preguntaban por el
restaurante de marras, uno de los más concurridos de la ciudad asturiana y el
mejor situado en la plazoleta que hay junto a la antigua Tabacalera, un lugar
de chigres y terrazas que a mí se me antoja especialmente coqueto, como por
general todo el barrio de Cimavilla. Y sí, les dijimos, estuvimos hace tiempo
allí con unos amigos comiendo un menú, probablemente el peor que hayamos comido
en muchísimo tiempo y mira que hemos estado en cada garita... Pero bueno, lo de
aquel día fue de impresión, y como muestra valga de muestra la foto que le sacó
cierta ciudadana francesa con vocación de reportera a la sopa que nos
sirvieron, si hay alguien al que una cosa así le puede parecer apetecible que
lo diga, todavía está a tiempo de ponerse bajo atención médica. Y mejor no
hablar de lo que vino después, en especial de unas vieras rellenas cuya besamel
no era muy diferente de un mojón de mierda.
Pero bueno, pejigueras, de señoritos o
casi, que a ver qué es eso de comer siempre fuera de casa ¿no hay crisis?
El caso es que nos llamó la atención y mucho que estando bien situado como está
el Lavaderu, la comida fuera tan
deplorable. Ahora bien, no recuerdo más mareos o vómitos que los de cualquier
otro viernes a la noche tras el trasiego habitual de brebajes alcohólicos. A
decir verdad, estoy convencido de que la sopa de marras tenía que haber sido
tóxica por sí misma, con o sin cianamina cálcica. La cosa sería de broma si no
hubiera un muerto de por medio y gente que ha estado en un tris de estarlo, que
ha tenido que ingresar varias veces en el hospital porque la sustancia de
marras cuando se consume de seguido puede provocar resultar letal.
Luego ya vienen los testimonios de los afectados
acerca del presunto asesino y también de los clientes habituales. Entonces te
enteras de que todos hablaban maravillas del presunto asesino, que nunca nadie
había tenido problemas con él, que era una buena persona que hasta colaboraba
con Cáritas. Pues lo sería, eso y vete a saber qué más, aparte, claro está, de
inculpado en catorce homicidios. Sería un disimulador excepcional que rumiaba
en secreto su odio hacia sus compañeros, un fanático inconsciente del
Quimicefa, vete a saber si hasta un émulo del Ferrán Adrián no especialmente
acertado, y por supuesto que tampoco hay que descartar la posibilidad de un
psicópata de libro, alguien que hiciera lo que ha hecho por el mero placer de
ver sufrir a los que tenía al lado, anda que no hay sueltos pocos ni nada, para
empezar la mayoría de las suegras.
El caso es que el asunto, y falta de más
detalles, es terreno abonado para la confabulación, y en especial para escritores
de la cosa negra. Sólo hay que echarle la imaginación justa para empezar a
fabular con lo que pudo ocurrir en el interior del Lavaderu. Tenemos un
personaje que como poco algunos lo tachan de estrafalario, esto es, ideal para imaginar
un tipo que de puertas para afuera era todo sonrisas y buenos gestos, pero, que
al mismo tiempo podía albergar en su interior vete a saber qué resquemores de
un pasado turbio de necesidad, cuentas pendientes que sólo existían en su
imaginación. A saber, mira que no hay poca gente ni nada a tu alrededor que te
pone buena cara a diario pero que luego, en lo más hondo de su intimidad, te
odia en secreto. ¿El motivo? Pues, la verdad, tantos como uno se pueda
imaginar: eso que dijiste sin ninguna mala intención por tu parte pero que el
otro se lo tomo como algo personal, ese día que llegaste medio dormido y se te
olvidó responder a su saludo, el último trozo de pixín que te quedaba en el
plato y que él pensaba que era para él... Cualquier cosa puede ser motivo de
fricción por parte de otros, en especial cuando el trato suele ser más bien de
poco tiempo o de simple roce en el trabajo, el colegio, el ascensor... Y en el
caso que nos ocupa, y con los datos que hoy venían en EL PAÍS, toda una página
dedicada, pues todavía más material para fabular a cuenta de cosas como la
relación no definida que tenía con una compañera, el mangoneo que se traes
entre manos con los proveedores y la enganchada con el propietario porque no
cuadraban las cuentas, que se supone que los motivos del despido vendrían de
antiguo, que lo de aquel día sólo fue el desenlace de un largo desencuentro.
Pues eso, roces entre fogones, pasiones desatadas entre pinches y camareros,
trapicheo con los repartidores y pequeños hurtos diarios, todo un mundo que
explorar para un fabulador de historias con el inevitable balance trágico de un
muerto por envenenamiento. La trama policiaca, sin embargo, no da para mucho,
ya sabemos el final, el culpable. Lo verdaderamente interesante es imaginar qué
se cocía no tanto en los fogones como en las cabezas de los personajes de esta
historia. El escenario me apasiona por lo que tiene de extraordinario en medio
de lo cotidiano de un local que de cara al público todo eran risas y culines,
y, sobre todo, por lo corriente de sus personajes, gente en apariencia normal
como cualquiera de nosotros, gente de la que no te esperarías demasiadas
sorpresas del tipo de descubrir entre ellos a un Anibal Lecter en la figura del
presunto asesino, una ninfómana insaciable en la de la camarera de acento
sureño que nos atendió o un sicario de la camorra gijonesa, de existir, si no
ya me la invento, en la del repartidor de sidras Toñín, el mejor Culín.
Pues eso, la irresistible imaginación de lo
fantástico, criminal o simplemente grotesco detrás de lo cotidiano, algo así
como lo que contábamos anoche en la cena de amigos acerca de un antiguo miembro
de la cuadrilla que tras acariciar los órganos sexuales de su chihuahua
detrás del mostrador del kiosko de su madre no dudaba en servirles chuches a
los niños con la misma mano. Las consortes no se lo creían, que si
exagerábamos, qué cómo..., pues mira, maja, a ver si te crees que le llamábamos
Murdoch o El Loco porque le tocó el mote en la rifa. Pues eso, todo el horror
del mundo tras el mostrador, quiero decir, tras las cuatro paredes de cualquier
establecimiento ordinario, y no digamos ya en el interior de una fuente sopera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario