Escribo un algo sobre los Baroja y tal para la revista cultural TIPEALIA: https://tipealia.es/los-hermanos-baroja/?fbclid=IwAR2ITF1EjtBfL-ubR_qk22bVENtU9kpFwIVJgp2ehSHbRrxb1tKGN_ndzhE
Después de haber visto en las últimas semanas la tira de dibujos, fotos y pinturas sobre Pío Baroja y su mundo, me encuentro en el magnífico libro ilustrado de Félix Maraña y José María Unsain, BAROJA NUESTRO / BAROJA GUREA una ilustración del cuadro del onubense Daniel Vázquez Díaz (1925) titulado Los Hermanos Baroja. No puedo evitar que me resulte especialmente anacrónico, casi que hasta cómico. En el cuadro Ricardo Baroja parece -que no aparece, porque supongo que lo el pintor representa era la castiza capa española con la que acostumbraba ataviarse durante sus años de bohemia madrileña- caracterizado como un fraile, digamos que franciscano por adjetivar algo, sujetando la pipa con la que acostumbraba a asistir a las tertulias. Por otro lado, Pío, don Pío que todavía le decían y dicen con devota avenencia, caracterizado de él mismo, esto es, boina, bufanda y gabán viejo, incluso raído para redondear el halo de hombre siempre al margen de las esclavitudes de lo cotidiano con el que tanto gustaba de envolverse a sí mismo, con unas cuartillas en la mano. En realidad una caricatura en toda regla del escritor guipuzcoano. Con todo, en el cuadro Pío Baroja parece, que no aparece, insisto, en posición de confesión junto a su hermano.
Ya sé que sólo son imaginaciones mías, que soy muy de ellas, eso y que lo que el pintor quiso plasmar no fue otra cosa que la imagen icónica que se tenía en Madrid de los dos hermanos, tan dispares. El caso es que el cuadro me ha recordado uno de los episodios que más me llaman la atención, casi diría que inquietan, de la biografía de Pío. Me refiero en concreto a la enconada desavenencia entre los dos hermanos en el último tramo de sus vidas. Según dicen sus biógrafos dejaron de tratarse a raíz de una fuerte discusión poco después de la Guerra. En lo que no se ponen de acuerdo dichos biógrafos es en el motivo que los llevó a la ruptura. Unos dicen que por asuntos de política, algo que juzgo poco probable dado lo habituados que debían estar a ese tipo de discusiones. Otros dicen que por viejas cuentas pendientes relacionadas con la tahona o panadería que la familia había regentado en Madrid y cuya gerencia acabó como el Rosario de la Aurora. En cualquier caso, o mejor dicho, como suele ser el caso en estas discusiones familiares, lo más probable es que, cualquiera que fuese el motivo de la discusión, esta llevó a airear viejas rencillas o incompatibilidades entre los hermanos que ya no tuvo marcha atrás. De resultas Pío no volvió a Itzea, la casa que él habría comprado y en la que Ricardo pasó los últimos años de su vida, hasta que murió su hermano.
Sorprendente y sumamente triste teniendo en cuenta que ambos hermanos habían estado siempre juntos por muy divergentes, que no opuestos, fueran sus caracteres, si bien en esto también debió haber mucho de estereotipo más o menos interesado, para lo de la construcción del personaje de cada cual, me refiero. Ni Ricardo tenía tanto don de gentes y mundo, ni Pío era tan huraño ni ermitaño como se le retrata. Al revés, todos los biógrafos de don Pío, empezando por sus propios sobrinos, destacan la querencia del escritor por frecuentar la compañía de gente de todo pelaje, su gran sentido de humor, una tendencia a la risa casi que estentórea en comparación con la del resto de la familia. Y en cuanto a lo de ermitaño, sus libros dan debida cuenta de la pasión de Pío por los viajes que llevó a cabo a lo largo de su vida.
Eran muy diferentes, chocaban en un montón de cosas, se reprochaban no pocas, pero siempre habían estado juntos y a nadie se le escapa, a tenor de todo tipo de referencias biográficas, que se querían y en cierta manera también se complementaban, pues no otra cosa se puede decir del trabajo que hizo Ricardo para ilustrar buena parte de la obra de su hermano, para ponerles rostro a sus personajes y dar forma y color a sus escenarios. Empero, dejaron de hablarse, de tratarse, y ni siquiera sus sobrinos Julio o Pío aciertan a decir en ninguna de sus memorias el porqué. Luego ya también son sus sobrinos, en especial Julio Caro Baroja que estuvo con su tío hasta el final, quienes cuentan detalles verdaderamente entrañables, y también dolorosos, del anciano escritor en su casa de Madrid preguntándose por el paradero de Ricardo, así como de sus reacciones, siempre contenidas, ante la noticia de la muerte de su hermano. Insisto, Pío Baroja sólo volvió a Itzea después de la muerte de su hermano Ricardo.
Reconozco que el episodio me ha tocado muy de cerca, dado que algo parecido sucedió entre mi padre y su hermano pequeño, dos hermanos con personalidades tan diferentes y encontrados que, sin embargo, siempre estuvieron juntos, de hecho colaborando codo con codo en los asuntos del primero, y que, por lo que fuera, y al igual que los sobrinos de Baroja, yo tampoco llegué a saber muy bien la verdadera razón del enfado. No porque más allá de los motivos de cada cual, de lo que contaban ellos o terceros, si en algo podría tildar de barojiano a mi padre es en esa inclinación, por otra parte tan de nuestras latitudes, de guardarse todo lo que afecta al alma para uno y procurar no transmitir emoción alguna al respecto bajo ninguna circunstancia, sobre todo en lo tocante a las cosas que afectan a los sentimientos, las que duelen de verdad. Dejaron de hablarse y aunque mi tío intentó acercarse a él en varias ocasiones, él siempre hizo caso omiso. Estaba dolido, resentido, y no había manera de que reaccionara de un modo contrario a su manera de ser. Así que, conociendo el percal, no podía haber sido de otra manera ya que, sea cual fuera el motivo concreto del desencuentro, no era un asunto que atañera a nada concreto en lo material, sino más bien, y sin lugar a dudas, al corazón, a la sensación o convencimiento de haber sido traicionado, y esto siempre según él, por una de las pocas personas, si no la única, en la que había confiado a ciegas. Dicho de otro modo, la verdadera razón de este tipo de enfrentamientos entre hermanos se suele deber por lo general a la incapacidad innata de muchos de nosotros de perdonar a las personas que más queremos por mero orgullo, demasiado orgullo, un orgullo de piedra, insoportablemente terrenal y venial. Y el caso es que cuando, ya en sus últimos años, me atrevía a hacer alguna referencia sobre el “asunto”, siquiera ya sólo algún comentario indirecto en el que se mencionaba a su hermano por lo que fuera, él enseguida procuraba desviar el tema con la coña de rigor. Porque el humor, la ironía, la sorna, siempre ha servido entre nosotros de dique para estas cosas, ya ni siquiera podía evitar que sus ojos enrojecieran como acostumbraban a hacerlo con tantas cosas que tenían que ver con su familia. De modo que cómo no acongojarme cuando leía sobre el desencuentro entre los hermanos Baroja, sobre ahora que, a cierta edad y por las circunstancias que sean, todo parece afectarnos sobremanera.
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