Ayer, por razones que no vienen al caso, estuve en lo que hoy es el edificio principal del Campus de Álava, Las Nieves, y que antes de su rehabilitación en el año 2002, con su transformación en sede la Biblioteca Central del Campus de Álava "Koldo Mitxelena" y su aulario, era el antiguo psiquiátrico-asilo de Vitoria. No había vuelto a pisar el edificio desde que solía ir a visitar a mi abuela materna internada en dicho asilo. De ese modo, y tras alucinar con el cambio, por supuesto que para mejor, del edificio, no podía dejar de recordar aquellos días en los que atravesar aquellos pasillos para llegar hasta el área del geriátrico, ya fuera solo o en compañía de mi madre, suponía para el mozalbete que yo era, una verdadera odisea. Dicho lo cual, y teniendo en cuenta que es viernes y que por ello tocaría relatar una de mis pesadillas más o menos ficticias, es de suponer que ahora molaría una de ellas ambientada en dicho centro. Empero, como recordaba haber escrito ya sobre el tema, me voy a limitar a transcribir lo escrito en su momento; una puta pijada como todo lo mío.
EL MANICOMIO
"On construit des maisons de fous pour faire croire à ceux qui n'y sont pas enfermés qu'ils ont encore la raison." Montaigne
Leía anoche esta conocida y terrible cita de Montaigne y al momento me venía a la cabeza la imagen de uno de los pasillos del que hoy es la sede del rectorado de Vitoria y antes era asilo y manicomio. Es una imagen que tengo grabada a fuego en la memoria, a saber si a modo de pequeño trauma o algo por el estilo, de cuando estaba ingresada mi abuela materna en el asilo y yo solía acompañar a mi madre a verla, bien que de pascuas a brevas porque estaba completamente demenciada -mi abuela, claro, a la que, a decir verdad, recuerdo siempre así, incluso de cuando la teníamos en casa-, mi madre en cambio iba todas las semanas.
El caso es que cuando la acompañaba teníamos que atravesar uno o varios pabellones del manicomio antes de llegar a la zona donde se encontraba el asilo. Un trayecto que para mí venía a ser lo más parecido a meterme de cabeza en un inacabable túnel del terror. Aquello era como recorrer a pie un muestrario de todos los tipos de delirios posibles; gente recogida sobre sí misma pegando gritos, gente al trote de un extremo a otro del pasillo dando gritos, gente dando vueltas sobre sí misma dando gritos, gente dándose puñetazos en la cabeza o con ésta contra la pared dando gritos, gente con la mirada perdida que de repente pegaba un grito, gente que ni pegaba gritos ni nada de nada, sólo vegetaba.
Allí estaban encerrados, se supone, todos los oficialmente chiflados de la ciudad, siquiera ya sólo de acuerdo al pronóstico del loquero de turno o los intereses de algunas familias. Yo seguía a mi madre, que de tanto ir ya andaba por el manicomio como Pedro por su casa, con el alma en un puño. No era para menos porque todavía no me había recuperado de la primera vez que había ido con ella y poco más que me había visto obligado a sortear a los chalados que me salían al paso de continuo haciéndome las proposiciones más inverosímiles del tipo: "¿Me tocas la pilila?", "¿Nos metemos un chute de caballo?", "¡Hay que matar al Papa! Estoy organizando un comando. ¿Te apuntas?"
No puedo decir cómo de largo se me hacían aquellos pasillos, a mí, insisto, se me hacían infinitos. No era para menos, ya que la sensación era de que no podía dar dos pasos sin que cualquiera de aquellos desgraciados, los cuales echaban la tarde sentados en los bancos de madera o apoyados sobre los muros de azulejos, se abalanzara sobre mí para proponerme que me uniera a su locura.
Mi madre, sin embargo, lo llevaba bien, yo diría que hasta demasiado bien. Nunca se sobresaltaba cuando uno de aquellos tarados le salía al paso. Al contrario, ya incluso conocía a muchos de ellos por el nombre de pila al saludarlos. Uno de ellos se le solía acercar, con mucho tiento y una sonrisa de lo más sibilino, para pedirle dinero para un café; ella se lo daba siempre. Otro, y a este lo estoy viendo ahora con las manos en posición de rezo y la espalda doblada mientras llegaba a la altura de mi madre, le pedía que se casara con él. Ella le respondía, divertida, que eso era imposible porque ya lo estaba; "Pues entonces dame un beso!" Si la memoria no me traiciona, yo creo que no se lo daba, como mucho una sonrisa; buena es mi vieja para ir repartiendo besos a diestro y siniestro, a siniestros más bien, pudorosa, mucho, como que también se los regateaba a su marido, puede que sobre todo. En todo caso, una mujer muy de su época.
Yo alucinaba en colores por la diferencia de trato. Mientras que a mí me abordaban como demonios recién salidos del infierno, por lo general a grito pelado y casi que metiéndome el mentón o la nariz en la oreja, a mi madre, en cambio, la trataban como a una gran señora a la que poco menos que le rendían pleitesía, una gran señora en el sentido más decimonónico del término. Y ya sé, ya, que es una enormidad lo que voy a escribir ahora, lo sé, pero a saber si a ella le encantaba ir a visitar a su madre a Las Nieves porque nunca antes la habían tratado con tanto cariño y respeto, si nunca antes se había sentido verdaderamente admirada y hasta deseada como por aquellos tarados. No lo sé, tampoco lo creo si soy sincero y no un amante de la hipérbole porque sí. Lo único que sé es que cuando llegábamos a la puerta que daba al asilo y mi madre tocaba el timbre para que nos abrieran, a mí el tiempo que tardaban en hacerlo se me antojaba una verdadera eternidad. ¡Ah! Tampoco he sabido nunca si de verdad aquella era la única manera de acceder hasta la zona de geriatría, esto es, si no había un acceso más directo.
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