Me pregunto si todos los sueños tienen banda sonora o sólo me lo imagino, si será cosa de todos o sólo mía que escucho música todo el tiempo desde que me levanto por la mañana. Esto viene a colación porque esta noche me he dado cuenta de que cabe la posibilidad de que la música que escuche, en combinación con las circunstancias al uso, condicione mis sueños nocturnos.
De ese modo, no es extraño que en mis sueños empiece escuchando a Rachmaninov y acabe con Shostakovich, si, por ejemplo, y tras haber visto esa semana por enésima vez Doctor Zhivago, me da por recrear el momento justo en el que los dos amantes se reencuentran y resulta que descubro que es mi señora la que me ha estado siguiendo a mí de una punta a otra de la Madre Rusia para convencerme de que vaya a comer ese domingo a casa de su madre. Otro tanto si esa semana sueño que estoy de vuelta a Praga, Viena o Budapest rememorando por enésima vez el gulash de esa noche y la preceptiva e indeterminada cantidad de jarras de la mejor rubia tipo Pilsen que he bebido en mi vida, prácticamente de trago y medio cada una de ellas, con su deliciosa espumita a rebosar como al final de una escena porno de Nacho Vidal, y casi siempre acompañadas por los cantos regionales, o lo que fueran aquellos berridos en cualquiera de las lenguas de Centroeuropa, de los desconocidos a ambos lados de la larga mesa de madera de la cervecería de turno. Entonces no fallan la Séptima de Dvorak, la Quinta de Mahler o las danzas húngaras de Brahms.
Y así con todo, da igual si suenan fados de Amalia soñando con Lisboa, Morente con el Albaycin, Serrat o Silvia Pérez Cruz en Catalunya, Chet Baker mientras decido si arrojo la trompeta, me tiro yo de cabeza en uno de los canales de Ámsterdam o me pinto de negro para hacerme pasar por Coltrane, mucho cantante clásico italiano o gabacho de esos que si no hubieran entonado una nota no habrían conocido hembra ni en sueños, cualquiera de The Who, The Clash, el proyecto musical que sea de Paul Weller, Specials cantando con Anny Winehouse la de “You´re wondering now”, Oasis y así todo por el estilo en plan recordando los viejos tiempos qué éramos jóvenes y rebeldes, o sólo borrachos, no me acuerdo, canciones de Lete, Imanol, Urdangarin o muchas del cancionero tradicional vasco con especial predilección por las del bardo de Urretxu y que canturreo a menudo en la ducha, "gazte gaztetatikan herritik kanporaaa....", incluso ese otro recurrente de un viaje eternamente aplazado a México en el que huyo de una banda de narcotraficantes caracterizado de Pedro Infante vestido de charro mientras canta todo desgarrado:
“Cuando lejos me encuentre de ti
Cuando quieras que yo este contigo
No hallarás un recuerdo de mí
Ni tendrás más amores conmigo
Y te juro, que no volveré
Aunque me haga pedazos la vida
Si una vez con locura te amé
Ya de mi alma estarás despedida
No volveré
..."
Y así todo más o menos todo como consecuencia de ser un romántico empedernido, con especial predelicción por las canciones de resentimiento y así, para qué negarlo. Sueños que de acuerdo con su banda sonora sólo puedo de calificar de agradables porque es la música que me gusta y que oigo a menudo.
Sin embargo, siempre he temido soñar lo que fuera con la música dodecafónica de fondo. Como que siento verdadero pavor hacia todo lo que tenga que ver con el dodecafonismo desde que una vez me llevó a escuchar La Consagración de la Primavera de Stravinsky en el auditorio de Oviedo. Juró que a la salida de aquello tenía la cabeza como si me la hubieran puesto a centrifugar dentro de una lavadora. Como que desde aquella experiencia siempre sentí un ridículo pavor ante la sola mención de nombres como del ruso antes citado, Béla Bartók, Milton Babbitt, Ernst Krenek, Riccardo Malipiero y en especial Schoenberg. De hecho, estaba convencido que no podía haber peor pesadilla que cualquiera que tuviera de música de fondo la de cualquiera de los compositores antes citados. Empero, digo ridículo porque hace tiempo que escuché “Nocturno para cuerdas y arpa” de Schoenberg, así como el concierto para orquesta y violín de Bartók, y confieso que no he podido ser más zoquete o cuanto menos prejuiciado.
De ese modo, confieso que he intentado superar mis prejuicios con música como el reggaetón, el rap, trap, hip-hop y todo tipo de derivados eléctricos o no, e incluso con grupos que me han resultado siempre estomagantes al estilo de Héroes del Silencio y no digamos ya su líder en solitario. Imposible, todo tiene un límite y el mío está en un soplapollas con ínfulas de haber compartido meadero una noche al lado del cantante de The Cure, cantando:
"Entre dos tierras estás
Y no dejas aire que respirar
Entre dos tierras estás
Y no dejas aire que respirar"
O al menos eso es lo que creía hasta esta semana, que al ir a meterme en la cama con el estómago revuelto tras una comida familiar de esas con mucho de todo y todavía más de vino, sabía no sólo que me iba a tocar una noche toledana, sino sobre todo una en la que me podía aparecer en sueños desde el Bunbury de los cojones al Bud Bunny pasando por la mismísima Rosalía. Pues ninguno de los tres, tampoco Leticia Savater berreando la Salchipapa. Eso sí, tuve una noche de espanto con todo tipo de pesadillas; pero, no os lo vais a creer, o sí, yo qué sé y a mí qué me importa, la música que me martirizó durante toda la noche no fue otra que la de las canciones de ese sumamente melifluo e irritante grupo ñoñostiarra llamado la Oreja de Van Gogh, el cual yo jamás escucho ni he escuchado si no ha sido por accidente, como cuando la CIA me metió en Guantánamo acusado de haber saludado a Bin Laden en una calle de lo viejo de Bilbao con un “salam malaikun”. ¿Qué cosa más rara, no? Ni que hubiera pasado algo y yo no me hubiera enterado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario