Ay Dios, ay Dios,
que me he vuelto a salir del camino correcto,
que he vuelto a olvidar que para quedar bien,
para ir de bueno por la vida,
para complacer a los puros de espíritu,
los que nunca dudan de nada,
para no desentonar y que no me acusen
de flirtear con lo incorrecto,
no debo pensar por mí mismo,
enfrentarme a mis más bajos instintos,
confesar mis debilidades, mis dudas,
plantearme siquiera lo que nunca antes.
Con lo fácil que era mantener la boca cerrada,
que era lo que me pedía el cuerpo.
Con lo cómodo que resulta decir amén a todo,
llevarme bien con casi todo el mundo.
Y voy yo y me pregunto por qué debo asumir,
como si ese fuera mi credo,
que hay que poner siempre la otra mejilla,
hacer acto de contrición perpetuo.
Porque, lo crea o no lo crea, ese es el problema,
acostumbrados a flagelarnos de continuo
hemos concluido que somos culpables.
¿De qué? No sé, pregúntenle a ellos que lo saben todo,
que lo tienen todo tan clarito,
que aspiraran a la beatitud sobre todas las cosas,
incluso que frente a los bárbaros sin corazón
prefieren fustigar al vecino de al lado.
Ellos saben por qué nos merecemos tanto dolor,
hemos sido malos, nosotros o nuestros mayores,
ni siquiera éstos, los que gobiernan en nuestro nombre,
esos que llaman los poderosos
y cuyo verdadero rostro desconozco.
Llevan, llevamos, siglos sometiendo pueblos, voluntades,
robando sus riquezas y mangoneando sus asuntos,
de modo que no hay perdón posible
ni siquiera para los tipos como tú o yo
que nada hemos tenido que ver en ello.
Somos culpables por principio de tanto estropicio,
Y cuando vengan los bárbaros y nos ataquen,
si nos defendemos todavía seremos más culpables.
Ya lo verás, ya.
Ellos, en cambio, no sé yo si les recibirán con los brazos abiertos,
pobrecicos, qué malos hemos sido con vosotros,
venga, majos, si eso ya me rebano yo mismo el cuello.
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