lunes, 16 de noviembre de 2015

PASILLO DE HOSPITAL



Un pasillo de hospital de una capital de provincia por el que sus habitantes pasan en más de una ocasión a lo largo de su vida. En realidad es más de uno por el que pasamos los vitorianos, cuando no también por los de la villa vecina del Nervión. Pero por este pasillo en concreto he pasado en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida y todas ellas se me antojan momentos señalados de mi anodina existencia. Pasaba de chaval a visitar a mi madre después de alguna de sus ya incontables operaciones, a mi abuelo cuando ya sólo subía del pueblo a la capital para ser internado, a mi padre hace apenas unos años antes de que comenzara su calvario médico después de haber disfrutado de una salud de hierro durante toda su vida. Mi padre también me contaba de uno de mis bisabuelos internado en este mismo hospital por una ruptura de pierna, cuando en los hospitales los enfermos no disfrutaban de habitaciones dobles y las camas ocupaban pabellones enteros, y al que según él, acaso también recordando alguna de esas leyendas familiares no del todo claras, dejaron morir porque entonces... yo qué sé. El caso es que hoy volvía a atravesar por enésima vez el pasillo de este hospital céntrico y absurdo de mi ciudad, verdadero laberinto para novatos, con la intención de visitar a un íntimo, y entre la angustia por la incertidumbre de lo suyo y el mal y todavía reciente recuerdo de la pesadilla hospitalaria vivida este mismo año, no podía evitar pensar que, cuanto más pasan los años y voy acusando los golpes de la vida, más frío y desangelado va siendo también mi corazón que cada vez me importa menos el bienestar de mis semejantes y sí, en cambio, el de las personas que quiero de verdad casi que en exclusiva. No es que haya dejado de empatizar con los seres humanos, es que voy asumiendo inconscientemente ciertas prioridades. No sé si decir, escribir, esto me convierte en un canalla o simplemente me limito a constatar un hecho casi que cronológico. Probablemente también es la constancia de que no soy tan altruista o buena persona como parece que estamos obligados a ser, o a parecer serlo, para no desentonar del resto o lo que sea. Algún capullo perdonavidas, de esos tan enamorados de sí mismos que se creen autorizados a juzgar todo el rato a los demás, me dirá que es simple egoísmo y acertará. Pero, la verdad es que me la trae al pairo, como que en ningún momento de mi vida me propuse alcanzar santidad alguna, yo diría que más bien todo lo contrario.

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