Se reunían alrededor de una mesa;
a mí no me quedaba otra que asistir
porque siempre se trataba de un compromiso,
siempre, de verdad,
no me quedaba otra.
Y una vez ya con las copas y el puro en la boca,
no paraban de despellejar a todo el mundo.
Nadie les caía nunca lo suficientemente bien.
Nadie les merecía el crédito que se otorgaban a sí mismos.
Nadie estaba a la altura a la que todavía no habían llegado ellos.
La gente siempre estaba equivocada.
La gente siempre decía tonterías.
La gente siempre se regodeaba en su propia estulticia.
La gente siempre pensaba lo que no tenía que pensar.
La gente siempre adolecía de todo lo peor,
excepto ellos, faltaría más.
Y luego decían, con una mueca de infinito fastidio,
que era muy duro vivir entre tanto zote.
No sepa usted lo que sufría esa gente,
ellos, sí, tan listos, estudiados, viajados
y todo el paquete al uso,
en medio de tanta vulgaridad e ignorancia.
Qué digo, usted no lo puede saber
porque no es como ellos,
un espíritu exquisito.
Usted seguro que piensa que
eran una panda de arrogantes,
de esos que dicen que mean colonia,
que hablan siempre como si les apretara el culo,
que tuercen el labio para no decir
lo que se les pasa por la cabeza en ese momento.
No, no lo dicen,
no vaya a ser que el bruto de turno
se mosquee y la tengamos.
No vaya a ser que quede en evidencia
entre tanto mastuerzo ágrafo.
No vaya a ser que una vez abierta la boca
lo que diga no me distinga mucho de ellos.
Coño, a ver si al final no voy a ser
tan exquisito como creía,
que no meo colonia,
sólo los zapatos del prójimo.
Así que mejor seguir aparentando que no,
que no somos como esa gente tan horrible,
el vulgo,
qué grima, qué espanto,
qué manera de echar a perder
la alta opinión que tiene uno de sí mismo.
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