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ANTIHÉROES por Txema Arinas.
Tengo para mí que una de las razones por la que muchos autores de novela negra se alejaron enseguida del modelo clásico, el de Raymond Chandler en su ensayo El simple arte de matar (1950); no fue tanto porque escogiendo puntos de vista distintos a los del inspector de policía o detective privado al uso, les permitía dejar a un lado la concepción de la novela como un simple relato de acción y podían así darse un respiro y aprovechar la narración, para tratar de profundizar en temas o perspectivas del relato mucho más amplias, comprometidas, literarias incluso, como por qué estaban hasta la coronilla de un modelo que glorificaba, a la postre, la figura no siempre tan modélica del inspector de policía o del detective privado. No es para menos, ya sean inspectores con placa y licencia para todo lo imaginable o detectives con una perspicacia tan admirable como su testosterona. Desde los precursores del género como Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle o Hercules Poirot de Agatha Christie a los clásicos como Philip Marlowe de Raymond Chandler, Sam Spade de Dashiell Hammet, Ezekiel “Easy” Rawlins de Walter Mosley, Jules Maigret de Simenon a los más modernos como el siciliano Montalbano de Andrea Camilleri, el sueco Patrik Hedström de Camila Lackberg o el también policía Harry Bosch de Michael Connoly, la inmensa mayoría de ellos adolecen de lo que yo llamo el modelo del héroe posclásico.
¿Y qué es un héroe clásico?, quiero decir, qué es en realidad más allá de un ser humano, que en realidad no lo es porque posee habilidades sobrehumanas o rasgos de personalidad idealizados que le permiten llevar a cabo hazañas extraordinarias y beneficiosas. Pues en realidad un mero trasunto de lo que nos gustaría ser a los humanos, eso es: perfectos, extraordinarios, más listos que nadie y ya puestos también grandes folladores. Tal que así se me antojan la mayoría de los inspectores y detectives de novela negra, tipos modélicos, de una moral o valores intachables y una perspicacia para resolver casos fuera de lo normal. Son modélicos incluso aquellos que en apariencia nuestras madres tacharían de poco recomendables porque cultivan todo tipo de vicios, tienen la mano muy suelta con el delincuente o padecen de alergia al compromiso porque más que una bragueta lo que parecen tener es una metralleta. Estos también se nos antojaban envidiables porque en el fondo sus vicios o pequeños defectos no sólo nos parecen naderías sino incluso también glamurosos, qué más da que el pasma de turno le suelte un par de hostias al quinqui de turno o que el detective pichabrava vaya provocando crisis matrimoniales allí por donde mete… pasa, si luego resuelve siempre el crimen y además del modo más rocambolesco y/o ingenioso, si en realidad el único que puede resolverlo es él. Lo que ya nos hace menos gracia es el inspector o detective que no solo a veces no consigue resolver el crimen o lo hace de manera chapucera, dejando cabos sueltos por todos los lados, sino que además de no llevar una vida especialmente glamurosa, esto es, envidiable, porque ni bebe ni folla lo que a nosotros nos gustaría beber o follar siquiera una vez al mes, encima es un desastre en su vida familiar o en el trato con el prójimo, vamos, que de puro torpe o gafado a veces crees que hasta le falta un aire, gente que te dan ganas de abofetear a ver si espabilan. Se trata de un tipo de personaje con defectos que lo hacen muy humano, quizás demasiado, como que podría ser, no sólo el vecino de la escalera, sino incluso uno mismo en el caso de que, por lo que fuera, no te quedara otra que presentarte a unas oposiciones a la policía local de tu pueblo. Se trata, también, de un tipo de inspector como el Wallander del recientemente fallecido Henning Mankell. Un inspector al que la mayoría de las veces sus casos le superan, que mete la pata en más de una ocasión, que no siempre consigue cerrarlos bien del todo, que tiene una vida personal nada envidiable, una relación odiosa con su odioso padre, de total incomprensión con su hija adolescente, si bien ya luego, y como en la vida misma, las cosas entre ambos van volviendo a su cauce. Así pues, Wallander es a todas luces el antihéroe posclásico, demasiado humano, reconocible; te toca poner una denuncia en su comisaria con él delante y lo primero que piensas es que ya puedes dar perdida tu motocicleta si se trata de un hurto. Pero aún y todo, Wallander mal que bien va resolviendo sus casos o por lo menos lo intenta. Y en el intento el autor nos conduce tanto por los diferentes vericuetos de unas tramas perfectamente creíbles por contemporáneas, de actualidad incluso, como por una vida personal que es la de cualquier ciudadano sueco también contemporáneo. Ahí está precisamente la clave de su éxito, en el irresistible encanto del antihéroe que trasciende el género para convertirse en un mero referente a través del que su creador elabora su propio relato de época y además hace crítica socio-política.
Nótese que hasta aquí sólo he hablado de autores extranjeros. ¿Y los españoles? Pues más de los mismo, toda una pléyade de héroes posclásicos como el siempre simpático Pepe Carvalho con su cosa canalla de Manuel Vázquez Montalban, los increíblemente correctos y resolutivos picolos Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro de Lorenzo Silva –qué poco recuerdan estos probos agentes de la Guardia Civil a aquellos otros que aparecían en la novela de Ramiro Pinilla, “Antonio B. el ruso, ciudadano de tercera” con sus tricornios y sus técnicas de investigación a palo limpio en exclusiva; tal es así que no es de extrañar que la Benemérita haya condecorado a Silva por el lavado de imagen del instituto armado que supone cada uno de sus libros-, esa mujer adelantada a su tiempo y sin complejos que es la inspectora Petra Delicado de Alicia Gimenez Bartlett, el brillante inspector de policía Diego Cañas de Andreu Martín con una vida privada que lo humaniza, de lo contrario a este hombre no habría quien lo aguantara, o el colmo ya de la perfección, en todo, tan suertuda en su vida profesional como en la personal, quién pillara un maromo como el suyo, purito dechado de perfecciones y además guiri, no vas a ponerle un paisano navarro, no, glamur y txistorra como que no, me refiero, claro está, a la inspectora de la policía foral navarra Amaia Salazar. Todos ellos a mi manera de ver sospechosos de ser meros trasuntos de lo que a sus autores les gustaría ser o, como poco, de la persona a la que le jurarían amor eterno sin pensárselo dos veces. ¿Y quién sería, pues, el Wallander patrio? Pues yo me decanto sin el menor atisbo de duda por el inspector de policía Ricardo Méndez del también recientemente fallecido Franscisco González Ledesma. ¿Puede haber mayor antihéroe que el indisciplinado, nada glamuroso y tirando a indolente inspector Méndez? Si a eso le añadimos que, como sucede con Wallander, la mayor parte de su atractivo como personaje de ficción reside en la inmensa humanidad que desprende alguien tan cercano y campechano que hasta te irías con él de cañas, ya tenemos nuestra replica del antihéroe sueco. Y la tenemos incluso con su propio marchamo ibérico, pues si uno de los atractivos de la novela negra más incuestionables es el que ésta suele ofrecer una instantánea de un lugar concreto fuera de lo común en los folletos turísticos de rigor, la Barcelona de Méndez, el Barrio Chino más en concreto, nos aparece a través de los ojos de un Méndez que en todos sus virtudes y defectos, y en especial en ese cinismo que lo caracteriza y diferencia del siempre serio y concienciado ciudadano nórdico que encontramos en Wallander, es la pura idiosincrasia del barrio y yo diría que hasta del propio Mediterráneo. Ahora bien, las diferencias con el sueco no acaban ahí, no se circunscriben en exclusiva a un modo de entender la vida mucho más relajado y hasta lúdico que éste, sino también, o sobre todo, en la diferente trascendencia de cada personaje: Wallander es un personaje conocido en todo el mundo con su propia y exitosa serie de televisión con actor protagonista también internacionalmente conocido incluso, y Méndez, pues Méndez…
© Txema Arinas. Oviedo.2015
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