viernes, 1 de octubre de 2010

FIGURAS Y PAISAJES POLÍTICOS DE LA ESPAÑA DEL XIX


Presentación en el Real Instituto de Estudios Asturianos de Oviedo del libro Figuras y paisajes políticos de la España del XIX, de Fernando Álvarez Balbuena, Editorial Akron. Aunque ha sido dejar a los monstruos en casa y sentir que desfallecía de cansancio por el camino al no dormir y no parar de aquí para allá, no caigo rendido durante la intervención de ninguno de los participantes tal y como me temía. Al contrario, me sorprendo y disfruto muy en especial de la oratoria del autor del libro, Fernando Álvarez Balbuena, investigador y escritor, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, licenciado en Derecho y diplomado en Óptica y Optometría, fundador y vicepresidente de la Sociedad Económica de Amigos del País de Avilés. Todo un currículo que no es sino la constancia de una vida dedicada al estudio y su divulgacion. Y se nota, vaya si se nota, que Álvarez Balbuena hace de su pasión verbo. Como que hacía lustros que no asistía a una exposición tan efusiva y eficaz de una obra propia. No era para menos, dado que no sólo hay algo de patricio en el autor, también lo hay de catón de nuestra sociedad y sobre todo del modo como ésta se enfrenta a su pasado, por lo general complaciente con el discurso oficial, siquiera sólo bonito y hasta peliculero, tejido de mitos y lugares comunes a mayor gloria de la autocomplacencia patriotera, de la Historia que nos han enseñado desde pequeños.

Y es precisamente a eso a lo que se dedica Álvarez Balbuena en su libro, a desmontar muchos de los tópicos que existen todavía hoy en día acerca del siglo XIX español. De cómo lo hace y con qué resultado ya hablaré algo cuando termine el libro. De momento sólo queda señalar que si el texto resulta tan fluido, ameno y enjundioso como el discurso de presentación de su autor, seguro que no defrauda a nadie.

De modo que si hay que comentar algo del acto de ayer, eso sólo puede ser mi extrañeza hacia ciertas afirmaciones concernientes al XIX como un siglo que, a diferencia del XX y este que acabamos de iniciar, al autor se le antojaba más amable, siquiera sólo porque decía que entonces todavía primaban los buenos modos y acaso también una visión más humana de las cosas. En cuanto a los modos, referíase el autor a la exquisitez con la que se trababan los diputados de las Cortes de Cadiz en comparación con los de nuestros días. Totalmente de acuerdo, será probablemente en la arena parlamentaria donde resulta más evidente los efectos perniciosos de la mediocridad imperante, cuando no la de la llamada tiranía de la masa, el miedo a destacar por encima de ésta no nos vayan a señalar con el dedo, y que tiende a igualarnos a todos por abajo y de ahí el repelús de muchos próceres de la patria, de todas las que haga falta, que por mor de aparentar cercanos al pueblo, uno más del mismo, gente de la calle como todos nosotros, también caen en el error de hacer de la vulgaridad y la ignorancia autosatisfecha banderas de su credo político, cualquiera que sea éste.

No obstante, el autor también encomiaba el siglo XIX por haber sido no sólo aquel en el que surgen los mimbres con los que se forjarían las sociedades actuales, los ismos de todo tipo y en especial la demcoracia liberal que conocemos y disfrutamos mal que bien, sino también por las oportunidades que ofrecían a los individuos anómimos con estrella en comparación con la inamovilidad actual. Ponía de ejemplo al cabo corso que cuando llegó a su escuela militar en el continente ni siquiera sabía hablar bien el francés, el mismo que años más tarde llegaría a emperador de Francia y genio militar indiscutido, aunque no por ello menos odiado, que sometió a media Europa bajo su bota y puso y quitó príncipes y reyes a su antojo. En el caso español se citó a Espartero, quien a pesar de su origen humilde, hijo de un carretero de un pueblo aragonés de menos de 3000 habitantes, no sólo llegó al generalato por méritos propios e incluso a regente de España, sino que además hasta lo propusieron para que se ciñera el mismo la corona, no estaba España poco convulsa ni nada en comparación con la que ahora conocemos y por la que tantos gustan de autoflagelarse, que si se vende, se rompe o se va directamente al garete.

Decía autor que tales hechos caracterizaban como maravilloso o especial a ese siglo XIX. Yo, en cambio, no creo que lo diferenciaran de los posteriores, todo lo más lo destacan por ser el siglo en que ese tipo de hechos excepcionales empiezan a darse con una frecuencia desconocida hasta el momento en la estratificada, monolítica e injusta sociedad del Antiguo Régimen. El siglo XX está repleto de émulos patéticos de Napoleón o Espartero, desde un Hitler que pasó de pintamonas muerto de hambre en Viena a Fürher del régimen más espantoso y criminal que ha conocido la Historia, a un oscuro diputadillo de León que nunca destacó en nada y que de repente, aprovechando el desnorte circunstancial de su partido, se encaramó a la secretaría del mismo y de ahí, y por circunstancias también ajenas a sus ignotos méritos, también llegó a la presidencia del gobierno de España. Claro que esto último puede que sí sea lo que diferencie de verdad nuestra época de aquella otra del XIX, en concreto la facilidad con la que ahora no es necesario para llegar hasta lo más alto mérito alguno conocido, basta saber estar en el lugar y en el momento oportunos. Qué digo, ni siquiera, basta conque lo decidan otros por tí como en el caso de tanto candidato con la experiencia y los títulos justos, pero eso sí, joven promesa, que es lo que prima ahora por encima de cualquier otra virtud republicana que decian los clásicos, juventud divina chorrada (ahí tenemos en el pequeño paraiso foral a un tal Patxi López que sin acabar la ingenería que estudiaba y sin otro mérito conocido que ser hijo de tal, nos lo pusieron para que le votáramos como lehendakari de unos pocos vascos, luego irá por los colegios a animar a los chavales a que estudien si quieren ser algo en la vida... Si es que los de Bilbao cuando se proponen algo... Mira a su alcalde, uno de esos bilbainos a los que no les basta con haber nacido o haberse empadronado más tarde, como es su caso, en Bilbao, sino que además tienen que ejercer de tales las veinticuatro horas del día, esto es, mirar a todo cristo por encima del hombro en la presunción de que ellos son siempre más guapos, listos y hasta más estudiaus que el resto de sus congéneres. Pero eso sí, un día invitas a China al tal Azkuna para que perpetre un discurso y va el ilustre doctor y le da por citar a un tal Emigüey, y no una, sino a lo largo de todo el discurso. La peña que se miraban unos a otros: ¿Emigüey? ¿Pero quién hostias es ese? Que no, hombre, que los de fuera no os enteráis, que no sabeís idiomas, joder. Hemingway, lo que quería decir era Hemingway, es que en Bilbao lo pronunciamos como nos sale de los cojones, aibalahostiapues... Emigüey.) Bueno, que me disipo, quién me iba a decir que iba a meter un chiste de Bilbainos que no lo es, ahí están las cámaras y los micrófonos para la patética posteridad.

En la presentación de ayer también se expuso a Galdos y sus Episodios Nacionales como fuente inapreciable para entender el siglo XIX español. No sé yo, será la barojina hace que no me pase el canario, pero es que recientemente me dio por releer varios Episodios sobre las Guerras Carlistas -para preparar El Sitio, otro exitazo por mi parte-, y la verdad es que cuando conoces el terreno y su microhistoria no puedes evitar recordar que Galdos pocas veces estuvo allí de donde narraba, que se valió de fuentes que a saber lo que le quisieron contar o lo que él les exigió que le contaran afin de poder redondear el texto a su antojo, que es también lo que Álvarez Balbuena reprochaba a muchos ilustres autores de la época como el mundialmente conocido Blasco Ibánez. Pero ya digo, peguijeras cuando no meras manías barojianas, que es algo que hay que quitarse cuanto antes porque el personaje de Itzea tampoco es que fuera como para hacer la ola a su paso. Pero eso ya es otra historia.

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