lunes, 11 de octubre de 2010
NACIONALISMO Y RELIGIÓN
Leo el artículo de título EL PUEBLO DE EGIBAR publicado por mi editor donostiarra, Luis Haranburu, en EL CORREO/DIARIO VASCO hace una semana. Se trata de la respuesta de éste a un artículo anterior del jeltzale indómito y puro entre los puros, Joseba Egibar, el cual, precisamente, volvía a reprochar al gobierno vasco desde su púlpito de la ortodoxia nacionalista su falta de fe en el pueblo vasco. Como es evidente, la respuesta de Luis no lo era tanto para un Egibar que sólo podrá ver en ella la pataleta de un vasco renegado, un traidor, un españolista de mierda, como a los lectores de Egibar, con el fin de recordarles el otro lado de la moneda que éste lleva siempre en el bolsillo:
Es una de las obsesiones recurrentes de Joseba Egibar: la imputación de incredulidad en el pueblo vasco a sus adversarios políticos. «No cree en el Pueblo que representa», achaca al lehendakari Patxi Lopez y aún concreta más su tremenda acusación cuando se refiere al actual Gobierno vasco como el «Gobierno que orienta su estrategia a la desfiguración de la identidad del Pueblo Vasco, de su autogobierno y de su sistema institucional». Todo esto y más hemos podido leer en su último artículo publicado en estas páginas (EL CORREO, 2-10-10)
Cuando Egibar invoca a su 'pueblo vasco' se está refiriendo a una «mayoría social» que está integrada por el mosaico de formaciones nacionalistas que sí creen en el Pueblo Vasco. Se trata por lo tanto de la fe que una determinada ideología profesa y su formulación supone la imposibilidad de que quienes no compartimos su ideología podamos creer, amar o desear el bien de nuestro país.
Es grave la acusación que Egibar formula al actual Gobierno vasco y es insultante su presunción de negarnos a muchos vascos la posibilidad de creer en nuestro pueblo. Solo desde el sectarismo más zafio e incivil se puede condenar a sus conciudadanos a lo que Aristóteles consideraba como el mayor de los oprobios: la condición de apátrida. Y es que para Joseba Egibar amar y querer de una forma distinta a la suya, es no amar ni querer lo propio; es «negar la identidad» de lo vasco.
El tema no puede ser más recurrente en este pequeño y eternamente mal avenido paisito, lo hemos oído desde pequeños, a todas horas y en todos los sitios, cómo no hacerlo cuando ellos, los auto erigidos en portadores de la única realidad vasca revelada (no entro en sí por Sabino, Telésforo, Agirre, Arzalluz o su p...) han mangoneado el paisito a su antojo desde hace décadas. Sin embargo, precisamente por eso, por mucho que aburra ya el tema, resulta casi obligado que alguien recuerde una y otra vez, en lo que ya se me asemeja una eterna letanía, lo obvio. Esto es, que Egibar se obstina hablando de Pueblo Vasco contraponiéndolo a Sociedad Vasca, y piensa que quienes apreciamos la cualidad ciudadana de los habitantes de este país lo hacemos con menoscabo de nuestra pertenencia a una cultura determinada. Pero se equivoca. Se equivoca de cabo a rabo. Se equivoca, sobre todo, en su trasnochada y arcaica idea del pueblo vasco étnicamente inamovible. Lo que en Sabino Arana pudo entenderse como una respuesta a la desaparición del Antiguo Régimen y sus privilegios, suena en sus actuales seguidores a pura y dura reacción.
Insisto, recordarlo resulta tan aburrido, manido, triste incluso, como imprescindible. Y sin embargo, uno también tiene la convicción de que, dejando a un lado los que todavía puedan titubear entre uno y otro artículo -que aquí como en el resto de España deben ser poco menos que los ejemplares del lince ibérico- no sirve para nada. Porque luis protesta, matiza y sobre todo rebate la idea excluyente del pueblo vasco que tiene Egibar como el que discute con un cura trabucaire acerca del absurdo de la Sagrada Trinidad. No hay posibilidad de acuerdo, de apelar al concurso de la razón o el sentido común, cuando se trata de poner en tela de juicio las verdades como puños del creyente en la fe única y verdadera. Porque, insisto, éstas han sido reveladas desde el lado más irracional, primario, sentimentaloide, del cerebro. Ni siquiera podemos entender la obcecación del creyente a admitir pega alguna a su credo con pretextos tan hueros como que este modo de ver las cosas es exclusivo de la fe del carbonero.
Luis lo sabe y por eso también afirma en su artículo: Egibar es un hombre inteligente y sabe utilizar los conceptos con propiedad, pero en la cuestión de la identidad vasca su obnubilada fe le impide ver las cosas con realismo. En efecto, es precisamente en el carácter meramente religioso de la ideología de Egibar, el que impide cualquier consenso alrededor de lo obvio, del derecho de cada cual a concebir la sociedad en la que ha nacido y/o vive de tal o cual manera. Egibar no puede aceptar eso desde el punto de su fe como tampoco aceptan, todo lo más se resignan y la padecen, los católicos ultramontanos la sociedad moderna y democrática que admite la libertad de cultos, el derecho a no tener ninguno, a que cada cual pueda vivir según su conciencia y no la que dictan otros desde sus púlpitos. Egibar no acepta que otros vascos podamos tener una idea de nuestra sociedad distinta de esa otra de la comunidad nacionalista, una idea que ni siquiera es original o única, es la que deriva de una ideología religiosa ya existente antes incluso de que naciera su lider fundador. Más que una idea, los tipos como Egibar también nos niegan los sentimientos. Negación de nuestra condición de vascos si no sentimos como ellos, si no nos acoplamos a su definición de lo que debe ser un vasco, no vale con haber nacido y/o vivir en el País Vasco, ni siquiera en la Euskal Herria que algunos sentimos, más que defendemos, que para qué, como un concepto meramente socio-cultural (tan en casa aquí como en Pamplona, puede que incluso que más en Pamplona o en Estella que en Bilbao o Azkoitia por una simple cuestión de latitud geográfica e histórica), negación incluso al derecho de saberse simplemente vascos por puro accidente y aún ásí ser completamente indiferentes ante ello, que te traiga al pairo la cosa terruñal porque estás a otras cosas siempre más edificantes.
También es verdad que a los creyentes como Egibar los vamos a tener que aguantar siempre como aguantamos a los otros con su apego por la sinrazón metafísica, como que no tenemos derecho a exigir a nadie que deje de creer en su Dios o en su nación para consumo propio, que habría que aceptar tanto la libertad de culto como la adscripción a una nacionalidad y no otra independientemente de lo que diga el documento nacional de indentidad. Eso y que el resto también podemos compartir o no, según el momento de nuestra vida, estado de ánimo o cantidad de la ingesta de alcohol correspondiente, la creencia en un dios o una nación, podemos incluso declararnos por unas horas politeistas, polinacionales, y luego ni lo uno ni lo otro. Pero, sea como fuere, también es verdad que, de la misma manera que hoy en día no aceptamos que se nos imponga ningún tipo de religión por muy mayoritaria, arraigada y concordada que sea ésta, tampoco deberíamos aceptar que otros pretendan hacernos comulgar con su credo nacional, no importa cuál sea éste, los sentimientos no se imponen, no se legislan, el orden establecido sólo es una convención que dura lo que vale ésta, y en este momento de la historia está más que demostrado que, si no el perfecto, esta democracia constitucional con todas sus taras y posibles mejoras, ha resultado el mejor sistema de todos cuantos hemos conocido, el que nos ha hecho más libres y plurales de lo nunca habrían podido imaginar nuestros mayores, el marco de convivencia que con sus más y sus menos, sus amagos de que se rompe pero no, el eterno conflicto entre lo centrípeto y cetrífugo, con alguna que otra arista por limar, algún que otro límite que establecer, todo debería ser posible por las buenas y de buenos modos, de lo contrario no merece la pena, de lo contrario unos rompen la baraja y otros lanzan sus anatemas, más de lo mismo.
No obstante, me repito una vez más, en esto me importa un bledo, el sectarismo de Egibar no es exclusivo de él y su partido, es el que destilan todos los patriotismos hechos ideologías, el sentimiento lógico y respetable, puede que hasta inevitable -en negarlo hay más de impostura, de reacción ante el hartazgo sobre lo que escribo, que de realidad-, de pertenencia a un lugar, convertido en un sistema de creencias, adhesiones inquebrantables, mitos y tabués al servicio de la causa de unos pocos, en dogma establecido por los gurús de la cosa y del que como te salgas estás listo, ya los tienes al cuello, ya has dado en hereje, renegado, bicho raro, candidato a una de esas hostias que lo arreglan todo. No importa el himno o la bandera, se es mal vasco si reniegas de Egibar y su parroquia, si despotricas o te burlas de ella, si la idea de una Bizkaia ampliada simplemente te da arcadas, si las independencias a lo Kosovo te hielan el alma como en una madrugada balcánica. Pero, ojo, no eres menos malo si frunces el ceño ante la España una e indivisible, incuestionable también por algunos, que no reconoce, o si lo hace siempre es a regañadientes, por conveniencia coyuntural o simplemente electoral, la complejidad cultural, lingüística y sobre todo indentitaria que la conforma, que lucha precisamente contra ésta negándola, o siquiera sólo menospreciándola, a mayor gloria de una Castilla también ampliada hacia un imperio en el que lo que nos une no es una bendición sino una obligación, y para el que ya no tiene ni fuerzas ni medios, tabla rasa sobre todo aquello que no sea un destino en lo universal en una sola dirección, una España de eternas exclusiones, siempre de verdades eternas acerca de su esencia, conceptos sagrados que la Historia demuestra que sólo son casuales, arengas aunque sólo sean para brincar de emoción con la selección rojigualda y si no directo al pilón. Religión, siempre religión.
Y lo más triste de todo, comprobar hasta qué punto la concepción simplista del nacionalismo rebasa y con creces al rebaño de sus creyentes, cómo asimilan otros que dicen no serlo, que incluso no pueden serlo porque les pilla lejos o no tienen edad ni conocimiento del terreno, sus dogmas y tabués a la hora de concebir la identidad propia o ajena. El pasado sábado ironizaba una amiga mía comentándonos que uno de sus hijos, nacido y criado en Madrid, le había dicho que ella no era una vasca de verdad porque no sabía euskera. Un comentario inocente que sin embargo revelaba una idea inculcada por detrás y también un desconocimiento de lo obvio -si bien del todo lógico al tratarse de un niño- sobre la complejidad de la sociedad vasca en la que los vascoparlantes apenas son (tirando por lo alto tras décadas de incorporar nuevos hablantes gracias a la enseñanza escolar o de adultos y sin incluir Navarra o el País Vasco francés) el 40% del total, del hecho histórico del retroceso de la lengua desde sus territorios más allá incluso del Ebro y su postergación en la educación y la administración durante siglos por parte de las propias élites del país. Una concepción harto curiosa de la identidad vasca que llevada a su extremo, e incluso dentro de sus mismos parámetros tribales, anacrónicos, para los que nacer y vivir en un determinado territorio no es suficiente para pertenecer al mismo, que ya tiene bemoles, niega la condición de tales a miles y miles de vascos cuyos antepasados llevan aquí desde hace generaciones. Lo oyes y te riés de puro absurdo, sobre todo como constancia de ese en el que vivimos. Reír por no llorar de pena y hartazgo.
Sea como fuera, vuelvo a insistir que el tema aburriría, de hecho aburre, todo el día a cuestas con la patría grande, chica o como sea, como si no hubiera otra cosa, y uno no recurrería a él si no fuera porque forma parte de la realidad que uno ha conocido desde pequeño, la que siente y padece aquí o en la distancia, porque es consciente de que por mucho que intentes obviarlo, que mires a hacia otro lado y te dediques a otras cosas, reitero, siempre más edificantes, sobre todo divertidas, que es a lo que servidor cree que se tiene que dedicar de puro sinsustancia y orgulloso de serlo, y a menos que no seas un descerebrado que pasas de todo de puro egoista o ya directamente autista, siempre estará ahí, forma parte del paisaje no sólo político, también humano. Así que no puedo evitar fruncir el ceño cuando leo a mi otro editor, Juan M. Martínez Valdueza, en su blog, el cual recomiendo http://encampoabierto.blogspot.com/,, que propone, no sólo una reforma del sistema electoral que impida la sobrevaloración del voto nacionalista (lo cual podría tener su lógica si de verdad hubiera una cámara cuyos miembros respondieran al precepto de un hombre, un voto, y otra territorial. Porque, España, pese a quien pese, es algo más que la suma de voluntades individuales, también es el resultado de la de diferentes hechos territoriales con sociedades, también pese a quién pese, con una concepción identitaria de sí mismas y de España harto diferentes y acaso no por ello, siquiera en principio, divergentes del resto; luego habría que establecer las atribuciones de cada cual, pero siempre con preponderancia de la primera) sino también cuando dice que descarta o no comprende la presencia en la política española de posiciones independentistas y/o revolucionarias. Presupongo un planteamiento puramente teórico, porque abogar por la prohibicion de estas posiciones se me antoja un paso de cangrejo en la aceptación de las reglas del juego democrático por parte de los revolucionarios con txapela y/o puño en alto, como que no hay pocos de ellos que se estarían frotando las manos ante una prohibición de este tipo; ya os lo habíamos dicho, no hay democracia en España, nos niegan incluso el derecho a berrear nuestras consignas en un parlamento, las armas siguen siendo el único medio que nos queda en la consecución de nuestros sueños, ya se lo decía su padre, el que estuvo con el cura Santa Cruz en la guerrilla, a mi abuelo requeté, pin, pan, pun, la única manera de resolver las cosas que conocemos...
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