jueves, 16 de noviembre de 2017

EL CRISTAL ESMERILADO


Anoche releyendo La Gran Ilusión de Miguel Sánchez-Ostiz, esto es, intentado adentrarme sin prejuicios en un territorio literario anterior a Las Pirañas y todo lo posterior, leo lo siguiente: "La puerta estaba cerrada y no había luz tras el vidrio esmerilado". Y zas, la tan traída fuerza evocadora de la literatura. De repente me viene a la cabeza el cristal esmerilado de cuando era canijo en la casa de mis padres en la Avenida. El cristal de la puerta que separaba el pasillo de la peluquería con la compartíamos hogar según era costumbre extendida en aquella época. O dicho de otro modo, el cristal grueso y oscurecido que impedía ver lo que acontecía al otro lado del fondo del pasillo y viceversa. Pero, sobre todo el cristal siempre susceptible de romperse en mil pedazos como resultado de uno de los balonazos que tiraba yo insistentemente sobre una portería imaginaria. Una portería en la que a veces colocaba de portero a mi hermano pequeño, no sé si la nuestra será una diferencia de siete, ocho o más años, no tanto para evitar que parara el balón como para darle con él en todos los morros.

Así eran las cosas, lo utilizaba de muñeco, supongo que no vería en él, tan canijo, mayores funciones, menos incluso que los geyperman de entonces. Y sí, qué capullo un servidor, qué crueldad. Pues qué voy a decir en mi descargo que no sea que así eran las cosas entonces, de una brutalidad tan inconsciente como instintiva, sobre todo a falta de unos ojos adultos siempre alerta para meter en vereda al mayor abusón, y eso más que nada porque nuestros padres trabajaban y no podían estar a todo. Tampoco digo que no ocurra ahora, como que mi hijo mayor no abusa poco ni nada del pequeño. Y aun así mira cómo se quieren, se necesitan, se complementan incluso siendo tan distintos, cuando no opuestos en tantas cosas.

Con mi hermano nunca he tenido esa complicidad que veo en mis hijos. No sé si achacarlo a la diferencia de edad, a que a mí me pilló ya demasiado en la preadolescencia con todo lo que eso conlleva, si aquella aspereza en el trato en el que nos educamos, no tanto por nuestros padres como por el entorno o/y la época, nos condenó a vivir en casa de nuestros padres casi como dos extraños. Y sin embargo, cómo lloraba el día de mi comunión cuando el puto enano se perdió por la Avenida mientras los mayores tomaban el vermú antes de ir a casa para la preceptiva comilona. Porque ante todo siempre ha habido un vínculo innegable, atávico incluso, puede que instintivo, y por eso siempre me he sentido y siento vinculado a mi hermano como tal.

De esto me acordaba anoche mirando hacia el cristal esmerilado del pasillo de mi infancia, inconsciente incluso de que hoy casualmente era el cumple de mi hermano; anda que no me habrían caído pocas hostias ni nada de mi padre si lo hubiera acabado rompiendo, si es que de verdad no lo rompí, porque puede que sí, pero no me acuerdo, ya no. Y no habría sido para menos, entonces todo era así, y cómo echo en falta al viejo todos los días, que me parece que el mundo está incompleto.

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