Lo bueno del verano, de las vacaciones, es que a poco que te organices y salgas todos los días por ahí, te olvidas tanto de comprar el periódico como de escuchar las noticias. Estás a lo que estás, a aprovechar el este tiempo de asueto, a olvidarte de tus cosas durante unos días, a reencontrarte con tu entorno porque este año quedarse en casa, a planear visitas a lugares que los tuyos no conocen pero que para ti forman parte de tu biografía más íntima, a jugar con tus monstruos, a verles chapotear en la piscina hinchable, a andar por el monte, a comer y beber de lo lindo, y escuchar música todo el santo día. Eres feliz, qué coño, no voy a pedir perdón a nadie.
De este modo, apenas queda lugar para la crisis de marras en tu rutina estival. A veces, en cambio, estás sentado con el ordenata entre los manzanos del jardín de la casa de tus padres, a la sombra de los pinos y castaños que te protegen tanto del sol como de la curiosidad ajena, disfrutando de una birra o un kalimotxo con su rodaja de limón y su coca en el umbral de congelación, de espaldas a tus montes, y lees, claro que lees, la prensa de ese día con toda su mierda impresa, porque apenas asoma otra cosa entre sus páginas que mierda y mas mierda de la que el ser humano produce a raudales. Entonces, entre la sensación de estafa generalizada por una Europa en la que la solidaridad entre los más fuertes con los débiles es una pamema, el sueño europeo hecho una prima de riesgo, entre la barbarie asesina de lo de Siria y la convicción de que suceda lo que suceda los derechos humanos siempre saldrán perdiendo, entre el reguero de corruptelas a la orden del día y otras noticias por las empiezas a sentir un asco indecible hacia la sociedad en la que vives, te das cuenta de que, inevitablemente, la mayor parte de todo esto te la pela y mucho. Antes no, antes eras un niñato concienciado que sufría por los males del mundo, que sufría terribles y continuos de conciencia porque mientras tú estabas instalado en la seguridad de tu mundo el resto poco más que en un infierno aquí en la tierra. De ahí las crisis existenciales del adolescente concienciado que quería cambiar el mundo. Hoy todo lo más, y si se presentara la ocasión, que de qué, le daría un buen meneo. Pero es que hoy soy incapaz de ver lo que ocurre a mi alrededor sin el escepticismo del que cree haber creído en demasiadas tonterías acerca del modo de arreglar los males del mundo. Hoy en día, confieso, tengo una mirada mucho más despegada y cínica de la que tenía hace diez años. Hoy, para qué negarlo, cada ver me la suda todo más y me importa, casi que en exclusiva, porque no del todo, claro que no, aquello y aquellos que me rodean. Para lo demás lo tengo receta ni excesivas ganas de pontificar acerca de lo que creo que sería necesario para arreglar esto o aquello. Aunque por supuesto que sigo teniendo, o al menos lo procuro, una mirada sobre lo que veo o ocurre en este perro mundo, que sigo fiel a la mayoría de principios, que me gustaría que las cosas cambiaran hacia el modelo de sociedad que tengo en mente porque lo considero el más justo y digno para poder vivir en libertad. Sólo que ya no me siento llamado a poner granito de arena alguno en su consecución, a convencer a nadie de nada, a justificarme delante de nadie por no hacer lo que los duros de mollero creen o exigen a los que vivimos de morros con el resto del mundo.
La vida, mi vida, es la que le espera a mis hijos, la que le queda a mis padres y otros seres querido, la que vivo día al día con mi pareja y mis amigos. El resto cuanto más lejos mucho mejor. Luego si eso, si me convencen de que apostado por éste o aquel las cosas que nos rodean, el mundo en su conjunto, puede ir a mejor, pues vale, me apunto. Entre tanto, a reír lo máximo que se pueda, a tomarse las cosas cuanto menos en serio mucho más inteligéntemente, a aprender a disfrutar de los pequeños placeres de la vida a nuestro alcance, siquiera sea una tarde en la barracas con unos amigos para lo de que gocen los niños con las atracciones y los adultos suframos con la música a todo volumen y los precios otro tanto, a subliminar los pequeños y en general absurdos conflictos domésticos, las broncas a cuento de nada, a sacrificarte por los tuyos, perseverar en lo tuyo, a ser mejor persona a fuerza de procurar ser lo menos cabrón posible, siempre y cuando no resulte demasiado aburrido.
Claro que todo esto así escrito puede parecer muy bonito, tierno incluso; pero, cómo se enfrentaría uno a la vida, no ya con una sonrisa, sino incluso con resignación, si no fuera gracias a la ayuda externa de la industria farmacéutica. O dicho de otro modo, de qué va uno a meterse una tripada con su pareja en la ya recurrente sidrería de lo viejo de Bilbao, que cada día está más bonica la condenada, tras dejarse convencer por ella de la idoneidad de castigar el cuerpo con chorizo a la sidra, morcilla de Burgos y de Beasain, torilla de bacalao, chuletón y magret de pato con xagarrada (manzana pochada), queso con nueces y membrillo, todo ellos a base, claro está, de sidra de kupela, si no fuera porque uno sabe que allí está el omeprazol para ayudar a superar semejante prueba. Hoy toca patear horas de bosque y monte bajo hasta recuperar cierto equilibrio gastro-muscular.
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