domingo, 26 de junio de 2011

DEL AZKENA, EL ERDIZKA Y DEMÁS




Fin de semana de ARF (Azkena Rock Festival) en Vitoria-Gasteiz, como todo el mundo sabe, o debe saber ya a estas alturas, el mejor festival de rock del mundo. Aquí se citan en un par de noches interminables lo más granado del panorama actual, viejas glorias o casi como el genial Paul Weller todavía en forma, grupos ya en derribo como The Cult, bichos raros de cojones como el Ozzy Osbuorne y así una sucesión ininterrumpida de treinta grupos del más diverso pelaje de todas partes del globo terráqueo de jueves a sábado.

Esto en cuanto a lo anunciado, ya preguntaré a mi hermano cuando venga por la sesión de anoche. Para mí el Azkena, cuyo runrún nos llega desde donde se celebra a las afueras de Vitoria, en la zona de Mendizabala, hasta Berroztegieta, es una marea ingente de tipos con camiseta negra, shorts y tatuajes por doquier, eso en cuanto a ellos, ellas por lo general también van de negro pero se pirran por los leotardos con grandes rayas y en muchos casos pelambreras de colores. Ahora bien, vale que te los encuentres tirados por todas partes a lo largo y ancho de la ciudad; pero, la realidad es que la edad media sobrepasa con creces la mía, porque el rock, oh yeah, es ante todo cosa de my generation, baby,, que cantaban The Who, de mi generación hacia arriba, ya que si quitamos los cuatro gatos veinteañeros que todavía resisten ahora y siempre a los 40 principales, la verdad es que la muchachada de nuestros días se pirra más por otros géneros más bullangueros, pastilleros, de mesa de mezclas y para de contar; vamos, que no les gusta la música.

En cualquier caso, la realidad en números es que esto del Azkena (nombre del local de conciertos donde empezó en plan más humilde toda esta móvida ( azkena en euskera significa el/lo/la últim@) es un pelotazo de cuatro días para la ciudad; decían que ayer pululaban 40.000 zombis rockeros a los que había que servir papeo y, sobre todo, priva en cantidades industriales. Y como hay que repartir el negocio, muy buena idea esa de colocar un escenario en pleno centro, en la Virgen Blanca, en plan venid, venid a lo Viejo que os esperamos en nuestros garitos con la música a todo volumen y los cubatas de garrafón, rock&rolling all nigth, you fucking bastards.

Claro que mientra duraba el concierto a las afueras apenas se veía rockeros por lo viejo. Lo más parecido a unos rockeros pasados de moda y años debíamos ser servidor y su señora, que anoche salimos de negro a cenar con unos colegas en un bareto de la Kutxi (que no es el nombre de una antigua empleada del amor furtivo que ha puesto un negocio de hostelería con los ahorros obtenidos con el sudor de su frente y sobre todo de su..., pues eso, que se trata del modo como los locales nos referimos a la Cuchillería, una de las antiguas calles gremiales del casco medieval). El caso es que nuestros (a T ya la incluyo en la cuadrilla, pero no precisamente a petición mía, a ver qué es esto de aceptar gente de fuera y así, ánde vamos a llegar, ¿a ser abiertos o algo todavía mucho peor: normales?...) amigos habían reservado en el Erdizka, que por decirlo de un modo sutil, solía ser uno de esos garitos donde comenzaba, y en cierta manera, tregua indefinida mediante y tal, sigue comenzando, el territorio comanche de lo viejo. Uno de esos locales en los que las fotos que colgaban encima de la barra no eran precisamente figuras del toreo o de la farándula y olé, ni los carteles que cubrían las paredes lo hacían para anunciar oposiciones al Cuerpo Nacional de Policia... De cualquier modo, se trataba de uno de aquellos baretos pasillo de antaño donde la alegre y combativa muchachada se reunía, ¿nos reuníamos?, cada fin de semana para celebrar la inminente proclamación de la Euskal Herria independiente y socialista, con dos cojones, la tira de cubatas de garrafón y alguna que otra pelota de goma lanzada por los nacionales que solían pasarse el fin de semana corriendo de arriba abajo de lo viejo para lo de inculcar a golpe de porra, lanzapelotas y botes de humo a los chavales los valores de la democracia, la tolerancia y a saber cuántas cosas más; y eso cuando no entraban directamente a desalojar a la alegre y combativa muchachada a hostia limpia y ya de paso echar una mirada al fondo del bareto para lo de intentar localizar una de la muchas fábricas clandestinas de cóckteles Molotov y demás artillería de la insurgencia urbana esa que vivíamos fin de semana sí y el otro también (supongo que nunca daban con la fábrica o laboratorio de marras porque puestos a trasegar cóckteles de todo tipo y calidad, me temo que en algún momento de la noche la peña también le daba al Molotov como si de un Gintonic cualquiera se tratara).

Pues bien, resulta que, ya sea con esto de la tregua indefinida, los vientos de paz que dicen que soplan desde las pasadas elecciones, o simple y llanamente gracias al Plan Renove de Patxi López consistente en quitar toda la parafernalia etarra de las calles, que ya apestaba y mucho, el caso es que el Erdizka ha experimentado un cambio increíble. Han cambiado la barra, más pequeña para hacer más sitio, los antiguos baños se han sido reconvertidos en una espaciosa cocina y al fondo del local, en lugar de armamento subversivo o por el estilo o el futbolín de echar horas muertas, han puesto mesas para dar comidas y hasta parece limpio.

Y las dan y cómo, no sólo alucinamos con los entrantes, en especial con el tamaño de la ensalada con cremoso queso de cabra, trocicos de manzana, cebolla caramelizada, tomates cojonudos, con las croquetas caseras de vete a saber qué, el revuelto de hongos con trocicos de jamón, sino que los segundos también fueron de impresión: bacalao a la riojana como está mandado, esto es, cubierto de pimientos y no con un par de tiras y a cascarla como te dan en otros restaurantes de postín, más fisnos y careros, confites de pato y lata pero abundantemente acompañados con pataticas, compota de manzana, toque de mermelada de frambuesa, y ya el plato campeón que pidió la amiga Blanca, las raciales carrilleras al tinto que aparte de tiernas las había como para llenar media docena de platos de los que te ponen en esos restaurantes de copete a los que no me importa referirme como ladrones de mantel y cubierto. En fin, vino de la tierra, cosechero de Villabuena de Álava-Eskuernaga, y unos sorbetes cojonudos, no se notaba el Cava ni nada, goxo-goxo. Y ya si digo que los cafeses también estaban cojonudos parece que más que exagerar, ironizo, pues ni mucho menos, estaban bueníiiiiiiiisimos.

Y todo esto, tatxan-tatxan, a 19€ por cabeza, y no dimos ocasión a que nos invitaran a las copas porque estamos viejos ya para licores. Vamos, una cena de matrícula de honor. Además nos hicimos unas foticos aprovechando que unas boronicas muy majas nos pidieron que las inmortalizaramos todo mamadas para luego enseñarles las fotos a sus madres o algo así. De modo que muy bien, oyes, curiosa esta reconversión profesional de la hostelería-borroka de toda la vida en simpáticos y atentos hosteleros. Todo lo simpáticos que pueden ser unos borrokas de corte de pelo a lo Otegi y coletilla otro tanto, los pendientes, el collar y otos abalorios vascos que te cagas. Porque el servicio, así como el negocio, sigue siendo de la tribu, como que la hucha de los donativos para la Causa sobre la barra y los paquetes de azucar con las consignas de moda a favor de los presos no dejaban lugar a dudas (menos mal que al final no vino nuestra amiga Virginia, que fijo que la tenemos otra vez a cuenta de lo de siempre, y no es plan, que si Bildu gobierna en Donosti y Giputzilandia a ver por qué nosotros no vamos a poder ir a cenar a sus baretos si todavía no los han cerrado el Garzón, Marlanska o compañía...).

Pero bueno, conflictos morales a un lado, digamos que todo esto lo observo con ojos de escritor, que ya sé que es un chorrada como la copa de un pino, pero como coartada no está nada mal. Si al final hay que vivir juntos y, quieras o no, sobre todo teniendo en cuenta lo pequeño del país y los pocos que somos, también revueltos, como en las familias de cada cual, sin ir más lejos. Más o menos como estábamos luego en la Pinto tomando unos gintonics en un local nuevo que sólo pone cubatas a cinco euros, pero unos cubatas de los que la pava al otro lado de la barra se tira media hora para prepararlo en plan marmita mágica o así, mientras la sección masculina aprovecha para babear un rato. Luego ya un pequeño garbeo por el ensanche en una noche de verano plomiza como pocas en Vitoria, arrastrándose más bien por las calles de puro cansancio acumulado de no dormir durante la semana y la panzada de hacía un rato.

Pues eso, Vitoria en junio, hasta las fiestas de primeros de agosto, el mejor periodo del año, sucesión de eventos, festivales y fiestas. Este finde tocaba el Azkena y el Festival de Jazz a la vuelta de la esquina. La ciudad a rebosar de gente de todas partes, y no me refiero solo a los que ya hay todo el año y que, les joda o no a muchos, ya son vitorianos con ayudas sociales o no. Una ciudad con aire cosmopolita por unas semanas de mucha música y espectáculos, las pocas que luce el sol, las terrazas a rebosar, y, siquiera sólo si nos atenemos a los que había ayer por la mañana en lo viejo, manadas de turistas atraídos por esta época de paz, de normalidad, que hace que vengan de fuera al País Vasco muchos que antes ni se lo planteaban, no me fueran a poner una bomba lapa en la riñonera o algo por el estilo. Eso y que por lo que concierne a Vitoria, la Catedral en obras para lo de disfrutar de sus entrañas, las murallas recién restauradas, los palacios con o sin museo y en general todo el casco medieval con iglesias, casonas, plazas, jardines, murales en sus fachadas gracias al plan para sacarles lustre, que ya era hora, se ha convertido en un verdadero referente turístico para una gente que entre Gughengeimes, paseo por la Concha y alguna que otra visita más, casi siempre acaba su periplo en una bodega por los alrededores de la vieja Guarda de Navarra; hip, hip, hurraaaa!

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