miércoles, 20 de julio de 2011

TARDE EN EL MUSEO





Como a diferencia de hoy, que luce y hasta calienta el sol moderadamente, tanto que hasta nos acabamos de dar un chapuzón en la piscina de plástico, ayer hizo un día de perros, cielo cubierto y amenaza permanente de lluvia. De modo que no se me ocurrió otra cosa para arrancar a mi hijo mayor de su apatía vital frente a las cadenas CLAN, DISNEY, BOEING e incluso, ya en el colmo del me meto dibujos animados en vena, los marrazki bizidunak de la ETB, que llevarlo a la tarde de museos. Primero recalamos en el de armas, sin lugar a dudas el que más le iba a molar al nene. Y en efecto, fue ver la primera armadura, las primeras hachas, lanzas, espadas, ballestas y escopetones, y ponerse a alucinar en colores. Papa, aitatxo cuando estamos aquí, se esmeró intentando explicar a nene el manejo de las armas en cuestión y su efecto sobre los cuerpos de los enemigos contra las que eran utilizados. Ni qué decir que la explicación resultó de lo más gore casi sin darme cuenta; espadas que cortaban de tajo miembros con su corresponiente chorro sanguíneo, dardos de ballesta que atravesaban corazas, balas de cañón que arrancaban cabezas de cuajo, escopetas cuyo retroceso casi causaban más daño al que las utilizaba que al enemigo en el punto de mira… Eso hasta que subimos hasta el segundo piso y ya fue el acabose junto a las maquetas de la Batalla de Vitoria, esa de la Guerra de Independencia en la que los gabachos salieron ya definitivamente por patas de la península tras ser derrotados por las tropas hispano-luso-británicas, de cuando el hermano de Napoleón perdió todo su ajuar por el camino en dirección a Irún, aquella a la que Beethoven dedicó una de sus sinfonías. No era para menos, fue ver los soldaditos con sus uniformes, caballitos, sus cañones, sus casitas, el puente sobre el Zadorra, y querer poner en práctica él sólo todo lo que le acababa de contar acerca del manejo de las bayonetas.

En fin, hubo suerte y no nos echaron a gorrazos del museo. Coño van a echarnos si estábamos solos con un matrimonio gabacho, el cual no paraba de sacar fotos a las vitrinas, not coment, y además la vigilante debía seguir pegando la hebra con un maromo tal y como la habíamos visto a la entrada. Así que arrastro al crío, todo ciclado con el tema este de las batallas con sus soldaditos, sus caballitos, sus cañones y las amputaciones, hasta el Museo de Bellas Artes de la acera de enfrente, en el paseo de la Senda, justo al lado de donde vegeta el lehendakari Patxi en su palacete de Ajuria Enea.

Ya en el interior del viejo palacio de los Álava, la familia del general alavés que, por cierto, dirigía las tropas españolas bajo las órdenes del comandante en jefe del ejército antinapoleónico, el famoso Wellington, apenas consigo que el guaje aguante un par de cuadros. De modo que, como también nos encontramos prácticamente solos, paso del crío como de la mierda, allá él y los de seguridad de detrás de las cámaras de video, al menos pasarían un buen rato viéndole pegar saltos y tirarse por el suelo a lo macaco rabioso, yo con tal de que no descuelgue los cuadros de una patada, escupa en ellos o salte sobre ellos, me doy por satisfecho.

De modo que ya sólo tengo que reconducirle de una sala a otra, de un piso a otro, mientras me entretengo viendo una colección que conozco al dedillo pues no son pocas veces ni nada las que he visitado esta casa. Eso y que, descontando alguna que otra novedad, allí estaban los mismos cuadros de toda la vida, la mayoría de los artistas alaveses y vascos del XIX y XX que componen la escuela regional de la saga de Amárica, Arteta, Zubiaurre, Ruiz de Arcaute, Aurre, Uranga, Iturrino, Diaz Olano y compañía. Es decir, la escuela que quería ser realista, con algún que otro guiño a las influencias foráneas, en especial a las que venían de París con el impresionismo a la cabeza, pero siempre en plan moderado, cauto, no vayamos a joder la baraja esta de que aquí como en Honololú por lo general se pintaba para quien pagaba y punto pelota. De modo que mucho paisaje patrio y de alrededores, mucho bodegón y retrato de prebostes locales y, ahí es donde está escuela se hizo más o menos famosa fuera de nuestras fronteras vasco-navarras, mucho pretendido retrato antropológico de tipos locales, es decir, caras curtidas de narices largas y cuerpos serranos de baserritarras y arrantzales por doquier (caseros y pescadores). Que la escuela de Arteta, Zubiaurre y compañía lejos de representar una imagen idealizada de prototipos vascos cayera directamente en la caricatura de estos mismos, ya es otro cantar. Pero bien anacrónicos que resultan ya esos cuadros con el paso de tiempo, esa idealización a la que me refiero de un pueblo en la que podían más los tópicos que la pura, dura y casi siempre decepcionante realidad. Tal es así incluso que a poco que uno repare en toda la iconografía nacionalista de antes y después de la guerra, no puede dejar de percatarse de cómo esos vascorros que ilustraban los carteles de propaganda o las publicaciones del partido guía y otros grupúsculos nacionalistas en mayor o menor grado, apenas resultan otra cosa que eso que digo: caricaturas.

El resto tampoco desmerece la medianía típica de cualquier museo de provincias. Hay, eso sí, cuadros que ya forman parte del imaginario de los que los hemos visto toda la vida, casi diría de los que hemos crecido con ellos, y no tanto porque hayamos ido al museo una vez cada mes todos los años, sino porque forman parte de esa iconografía local que ilustraba calendarios, barajas, revistas, etc. Cuadros como el del campesino alavés con kaiku y nieta al lado bendiciendo los campos de Díaz Olano o ese otro de la romería popular con sus vasquitos y neskitas que todavía ilustran las cajas de trufas homónimas de la pastelería Goya. Lo más curioso es que de todos estos, el cuadro de Diaz Olano “El Restaurante”, uno con los que ilustro esta entrada, y que en esta ocasión estaba cedido al museo de Girona para una exposición temática sobre la historia de la burguesía. Un cuadro que es, de entre tanta temática religiosa, paisajística, antropo-narcisista o de puro y aburrido bodegón, casi el único amago de crítica social de uno de esos artistas de la época. Una crítica que, salvando las distancias, me hizo recordar que el último museo que me ha gustado de veras ha sido el Neue Nationalgalerie de Berlín, donde se exponen las obras de los artistas del cubismo, surrealismo e impresionismo alemán, estilos muy posteriores a los que nos ocupan, pero que, en cierta manera, y ya sea por la búsqueda de nuevas formas pictóricas como por la crítica y hasta ironía que contienen la mayoría de esas obras, alegran no sólo la vista sino también el espíritu.

Pero lo del Museo de Bellas Artes de mi provincia es otra cosa, es otra época, la de los pintores pequeño burgueses afanándose en contentar a un público de su clase, de modo que excentricidades las mínimas, no fueran a joderla, insisto, ellos a sus paisajes del pueblico de al lado, todo lo más a arrancar gestos de admiración por la técnica tal o cual, pero que se reconozca lo que hay en el cuadro, que sea bonito. Ya vendrían otros tiempos y otros tipos a poner a prueba la paciencia de los mecenas de turno, a escandalizar a un público que identificaba el arte con lo bonito y para de contar; esos están el Artium, el museo de arte contemporáneo en la otra punta de la ciudad.

Con todo, en el museo del palacio de los Álava también hay más de una obra dedicada al llamado exotismo oriental, aunque luego sólo lo fuera de Marruecos y alrededores, mucho retrato de zoco con moro, mucha moza berebere con sus coloridos vestidos, mucho negro con su fez en la cabeza y sus pantalones bombachos, y también, mucha gitana con alhajas, el colmo de lo exótico en aquella época. Y aún así, lo mejor entre tanto retrato sombrío o exaltación casi monocromático de lo propio, tanto regodeo costumbrista, del terruño y poco más. En eso destaca Gustavo de Maeztu, al que dedican una retrospectiva entera. El tipo, hermano del ultramontano y chaquetero escritor Ramiro de Maeztu, gustaba mucho de retratar bailadoras, gitanas y moras, e incluso divertidas escenas de cabaret como las de muchos de los alemanes a los que hacía mención antes, razón o más bien excusa para usar el color a mansalva, para experimentar incluso –hay un paisaje en el que casi se intuye un acercamiento al cubismo— Lo dicho, una gozada de luz y color entre tanta morralla con kaiku, boina y sotanas, y eso aunque Gustavo se entregará también en cuerpo y alma al más puro tenebrismo castizo español de su época, qué remedio. Claro que luego lees biografías más o menos noveladas como la que le dedicó Sánchez-Ostiz en La Nave de Baco y no puedes sino compadecerte de lo duro que fue la brega de tanto espíritu libre, divertido, entusiasta, con la grisura de su entorno, vamos, lo de siempre por estos pagos.

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