Me llama la profesora del pequeño apenas tres cuartos de hora antes de salir en su búsqueda, al objeto de saber si podía pasar por el colegio para cambiar de ropa a mi hijo dado que éste acababa de tener cierto contratiempo fisiológico. Y allí voy todo apurado tras dejar lo que tengo entre manos y comprobar por enésima vez que resulta prácticamente imposible encontrar nada en casa cuando más prisa tienes, que toda urgencia es equivalente a desorden y confusión en el ropero de los críos; vamos, que no encontraba un pantalón limpio para el enano. De modo que salgo de casa con uno viejo y yo diría que como para lo más crudo del invierno dado su grosor. Pero bueno, lo importante es llegar a tiempo para cambiar al crío antes de que suene la campana y así poder recoger también al mayor. Es en ese momento cuando empieza una carrera a contrarreloj que podríamos decir patrocinada por un tal Murphy, famoso legislador que acostumbra a apuntarse a este tipo de eventos. Y en efecto, es salir de casa y comprobar que, en contra de lo que suele ser lo habitual, el ascensor está ocupado, que tarda la tira en quedar libre, que cuando llego al garaje casi no encuentro las llaves para acceder a este, que cuando llego con el coche hasta la salida, y ya hay que joderse, va y se me cae el mando de la puerta cuando voy a cogerlo de la guantera, que no consigo localizarlo palpando el suelo del coche con la mano, que tengo que bajarme para localizarlo, que ya tengo un vecino detrás pitando. Y una vez en la calle, esto es, on the road, ahora tócate los huevos, una furgoneta aparcada en doble fila que me bloquea el paso. Así que pito con todas mis fuerzas, y el menda que la conduce que me levanta los brazos indignado como dando a entender que no es para tanto, que a ver adónde voy con tantas prisas. Suerte que no tengo que darle explicaciones, que consigo hacer acopio de paciencia infinita mientras se toma todo el tiempo del mundo para tocarme los huevos, esto es, para ponerse con una parsimonia digna del sistema judicial español a la hora de juzgar a un yerno del rey padre, al volante de su furgoneta, arrancarla y apartarse lo mínimo necesario para que yo pueda pasar. Me cago en sus putos muertos, claro que sí, como que si no llego a tener tanta prisa igual hasta le hago partícipe de la opinión que me merece su santísima madre. Y por fin llego al colegio, casi veinte minutos antes de que suene la campana. Ahora bien, es bajarme donde suelo aparcar el coche para luego no verme bloqueado por los de otros padres en doble fila, y darme de bruces con un agente de la OTA que me dice que tengo que poner el papelito de los huevos. Le explico que se trata de una urgencia, que apenas falta un cuarto de hora para las dos, hora a partir de la cual ya no es necesario desembolso alguno hasta las cuatro o cinco de la tarde. Ni puto caso, que las normas son las mismas para todos, que no puede hacer la vista gorda porque luego vendría otro y le pediría lo mismo, y demás pendejadas al uso para justificar el hijoputa que anida en su alma. Así que me acerco hasta la odiosa maquinita de la OTA y, oh sorpresa, si hasta parecería que lo digo para redondear la entrada y así; pero no, no es el caso, me rasco los bolsillos media docena de veces y no encuentro cambio para el mísero cuarto de hora de OTA que me veo obligado a pagar. Tengo que acercarme hasta el comercio más próximo para que me cambien un billete de cinco euros. Eso significa alejarme un tramo largo del coche y del colegio, un tramo en el que todavía consigo alcanzar al capullo de la OTA cuesta arriba y que por supuesto que aprovecho para hacerle saber mi fastidio por su puta cabezonería, asunto al que parece asistir perplejo e incluso se diría que asustado, a punto de llamar a alguien para que venga a socorrerlo del inminente ataque de un tipo fuera de sí que además le saca varias cabezas y supura rabia por todos sus poros en forma de miradas asesinas y sonoros juramentos con un tono de voz no especialmente agradable.
En cualquier caso, al final consigo llegar a la clase del pequeño, soy conducido junto con éste por la profesora hasta el lugar del crimen, los servicios de los preescolares, y no pongo el grito en el cielo -para ser exactos un sonoro cagüendios- de puro milagro. Resulta que los daños originados por la súbita y accidentada evacuación del crío no sólo han afectado a su ropa interior y parte del pantalón, sino también, y de lleno, al pequeño inodoro infantil donde se suponía que tenía que haber depositado el contenido desechable de sus intestinos y las inmediaciones de éste. Así que no me queda otra que aplicarme sobre la superficie achocolatada con la bolsita de toallitas húmedas que la profesora me acaba de proporcionar -se acabó el sándwich de nocilla para desayunar, aunque me cueste la relación con su madre- y que en ese momento imprimía al hasta entonces inmaculado rincón del servicio de los alumnos de preescolar cierto aire a tarta Contessa. Y el caso es que, entre que como he llegado tarde la cosa ya estaba dura y que el puto crío está en la edad de que cuando le dices que se esté quieto es justo cuando parece que le entra el baile de San Vito, acabo sudando la gota gorda tratando de recuperar el blanco original del inodoro y alrededores con la sola ayuda de las toallitas húmedas, y no digamos ya cambiando de ropa al enano. Momento en el que, por supuesto, recuerdo que no he traído una bolsa donde meter la ropa sucia, así que toca mendigar una a la profe después de lavarnos mal que bien los dos las manos a conciencia y quitarme el sudor del rostro después de un rato largo a ras de inodoro infantil. Es entonces, tras meter la ropa sucia en una bolsa de plástico, sonar la campana y recoger al mayor a la salida, cuando la madre de un compañero de clase de éste y amiga me saluda con un recurrente y sobrio "¿qué tal?", yo ya no tengo más fuerzas ni ganas para contestar otra cosa que "yo bien, ¿cómo hostias quieres que esté, pues?"
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