El enano, recién llegado del pozo-museo al que ha ido de excursión de fin de curso, qué considerado él, me ha traído un trozo de carbón de la mina, cogido del mismo suelo. Y claro, servidor veía que él y su hermano se preguntaban para qué servía el pedrusco, que cómo se cogía, que si manchaba, y no se ha podido contener. Les he tenido que hablar de la caldera de carbón que teníamos en el piso de la Avenida cuando yo era pequeño, del cuarto trastero en el último piso de nuestro edificio donde almacenábamos el carbón en una pila que a veces llegaba hasta el techo, del terror que me embargaba cuando mis padres me mandaban subir hasta dicho cuarto trastero para llenar un balde o lo que fuera de carbón, la angustia que sentía siempre al tener penetrar en el pasillo donde se encontraban los cuartos trasteros de todo del vecindario, el acopio de valor que me veía obligado a hacer para atravesar aquel pasillo casi siempre oscuro porque nunca funcionaba la luz, doblemente oscuro porque el suelo y las paredes estaban tiznados de negro carbón, que lo hacía siempre a a la carrera, hasta el fondo donde, vaya por Dios, se encontraba nuestro cuarto, puede que casi siempre perseguido por algún monstruo ficticio de los que abarrotan la imaginación de los niños. Una vez allí, tras acertar con llave en la puerta y al abrirla recibir la luz que llegaba a través de la ventana desde lo más alto del patio de vecinos al que se asomaba ésta, llenar el balde con la pala lo más rápido posible para salir de allí pitando. Muchas veces también con tal mala pata que tropezaba y se me caía el balde en mitad del pasillo. De modo que tenía que recoger el carbón a tientas o volver al cuarto a llenarlo. Lo recuerdo con pavor porque era una de mis pesadillas de cuando crío. También recuerdo que no sólo me mandaban subir a por carbón, mi madre también lo hacía para que le recogiera la ropa del tendal que tenía allí o se la tendiera. Recuerdo, por lo tanto, cómo me temblaba el pulso cada vez que ponía las manos para colgar o recoger alguna prensa, siempre con miedo, no a caerme yo, que de qué, si no que a que se me cayera alguna al patio y luego tuviera bronca en casa. Porque sabía que una vez en casa que no me quedaría que saltar, desde la ventana del primero donde vivíamos, a aquel patio interior lleno de mierda donde había visto correr más de una vez una o varias ratas. Sí, a veces la infancia tiene mucho de película de terror, aunque si lo mencionas a tus padres ya de mayor siempre te dirán que exageras; los míos ya me lo dicen por otras cosas.
Pues eso, creo que ya no hay cuartos trasteros con pilas de carbón, no sé si todavía quedan tendales de aquellos giratorios que asemejaban una ruleta y en la que el premio era siempre que no se cayera una prenda, como mucho alguna que otra pinza.
-¿Qué suerte, no? -pregunta el mayor.
-¿Cuál? -pregunto yo.
-Que tengamos calefacción de gas y que no tengamos cuatro trastero en el último piso.
-Pero si vivimos en el último piso. Mañana mismo compro un tendal...
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