Tropezaron en la calle, hacía décadas que no se veían, desde críos. Echaron varios potes mientras se ponían al día. Ella parecía no haber cambiado nada desde la primera vez, tan guapa y risueña como cuando de chavales, hasta vestía igual de informal y reivindicativa que entonces. Él intentaba recordar por qué no había cuajado en su momento lo que fuera que estuvieron a punto de tener.
-¿Por qué no subimos a mi casa a tomar la última? Vivo aquí al lado.
No se hizo de rogar, de hecho salieron disparados hacia el piso de ella, un séptimo. Él no quiso ni esperar al ascensor, así que subieron de cuatro en cuatro las escaleras. Qué más daba morir de infarto en el intento, a ver si luego iba a resultar todo un sueño.
-¿Te importa que ponga música para ambientarnos?
No le importó, claro. Y fue precisamente en ese momento, al poco de sonar los primeros acordes del Yolanda de Silvio Rodríguez, que él no pudo contenerse. De modo que se levantó, abrió la ventana del salón y se tiro de cabeza al vacío tal y como le había prometido hacer aquel día de mayo de 1987 cuando quedó por primera vez a solas con ella.
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