La ciudad un domingo antes de las diez de la mañana, apenas cuatro gatos y una preciosa luz mañanera y preotoñal que anuncia un día fantástico. Estampas domingueras de calles vacías que casi nunca suelen estarlo, un lujo que compensa el madrugón y hasta el mandado materno. Luego ya esto porque apetece ponerse lírico o así, que por hablar también podríamos hacerlo de los restos tras la batalla del sábado a la noche esparcidos por doquier. Sí, como si un ejército de zombies beodos hubiera invadido la ciudad por la noche dejando a su paso botellas y tetrabriks vacíos, plásticos y cristales rotos, vómitos... ¿Qué vergüenza, qué asco de juventud? Mejor no abrir la boca, no te vayas a dar contra tu propio pasado. Ya, pero es que nosotros no hacíamos... ¿Quieres que te recuerde aquellos viernes a la tarde en el Machete, sobre las escaleras de Villasuso, rodeados de botellicas de kalimotxo y josemaris adquiridos a precio de risa para adolescentes en la Bodeguilla de Kutxi (por cierto, han vuelto a abrirla, ya reconvertida en un local molón de tantos). Vale, vale, tío, pero a nadie se le ocurría bajarse hasta el Ensanche a enmoscorrarse en el portal del BBV o en las escaleras de acceso a un edificio de oficinas. Pues bueno, cuestión de gustos. ¿Y la policía, qué hace la Pitufada o la Zipaiantza? No sé, andarán persiguiendo moritos, yo qué se. En cualquier caso, pura inmundicia sobre el elegante ensanche decimonónico de una de las ciudades más narcisas de su entorno, amante de galardones en los que sólo se refleja ella misma, la Vetusta várdula o caristia autocomplacida hasta la nausea. Y no se te ocurra hablar mal de ella, que se te tiran a degüello, algunos no tienen otra cosa y la defienden a ciegas, a dentelladas. Mejor, mejor que nunca a estas horas por la mañana, esto es, vacía.
martes, 16 de septiembre de 2014
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