Parece ser que, y esto se lo oí ayer a Alejo Vidal-Cuadras, nada más ni nada menos, que de entre las muchas cosas que distinguen el proceso independentista escocés del catalán están las formas. Según el antiguo portavoz pepero en Cataluña y actual miembro fundador de ese partido a la derecha de la derecha llamado VOX, la estrategia del independentismo escocés nunca se ha caracterizado por incitar el odio hacia el inglés. De hecho, aseguraba Alejo, en las pocas ocasiones en las que el líder de los nacionalistas escoceses, Alex Salmond, ha recurrido a la emotividad para convencer al electorado del SI a la independencia, lo ha hecho siempre en positivo, esto es, elogiando la capacidad del pueblo escocés para reinventarse y afrontar nuevos retos a la vez que reconocía lo que ha habido de bueno durante décadas en común con sus vecinos ingleses, reconociendo lo aportado por los escoceses al éxito del Reino Unido como antigua potencia industrial y colonial, y prometiendo mantener viva la memoria de esos logros. El proceso escocés parece ser esencialmente cívico, esto es, un debate civilizado entre dos partes, los defensores de Si y los del No a la independencia, y en el que los argumentos economicistas han ocupado la mayor parte muy por encima de las consideraciones de tipo identitarias, y esto cuanto menos entre los líderes tanto políticos como mediáticos.
Eso es lo que parece ser según lo oído y leído aquí y allí, que en Escocia los sentimientos pueden estar tan a flor de piel como en cualquier sitio con un dilema similar; pero, que en ningún momento nadie, al menos nadie con alguna responsabilidad pública, se ha dado al histerismo hablando de hecatombes a ambos lados de la futura e hipotética frontera, todo lo más glosando los hipotéticos obstáculos para la viabilidad económica de la Escocia independiente, o descalificando y amenazando al otro con todo tipo de insultos y males en plan cuartelero o taxista madrileño al uso. Y también parece que eso ha sido así, está siendo, como antes lo fue en Quebec durante los dos referendos que perdieron los independentistas québécois.
Pero luego miramos a España, al llamado proceso catalán, y ay, ay, qué diferente todo, qué grima, qué estigma. Por un lado una buena parte del nacionalismo catalán entregado al antiespañolismo más cutre y primario en un país donde casi la mitad de sus habitantes ha nacido en esa odiada España o son hijos de gente que lo hizo y tiene al castellano por lengua materna. Un nacionalismo, no todo, ni siquiera la mayoría -de hecho creo que el movimiento civil que propugna la independencia ha sido tan inteligente como para rechazar el ideario nacionalista al uso y encauzarlo por el camino de la reivindicación ciudadana y por lo tanto plural y al margen del origen de cada cual, y de ahí probablemente su éxito y gran parte también de la perplejidad e incomprensión del españolismo: "¿los charnegos independentistas?"-, que juega la baza descarada y totalitaria del conmigo o contra mí, la baza etnicista del buen o mal catalán, el maniqueismo en todo lo conceptual tan propio del espíritu ibérico -por no decir español-. Un nacionalismo que, como todos aquellos iluminados por la Idea única, no está dispuesto a discutir nada con nadie porque está tan convencido de la fuerza de su voluntad que considera que no necesita hacerlo, peor aún, que disponerse a ello es ya de por sí una derrota, siquiera una cesión ante el enemigo. Y luego están los del otro lado de la trinchera, los que ni entienden las reivindicaciones, no ya del nacionalismo catalán, sino de la mayoría de la sociedad catalana, ni las quieren entender. De hecho, están convencidos de que el problema no es otro que haberles dejado ir muy lejos a los catalanes, esto es, haber sido demasiado permisivos con ellos, haberles hecho demasiadas concesiones. Lo ideal para estos sería acabar con el Estado de las Autonomías, y volver a la concepción del estado centralizado y la administración única. Son los que entienden España esencialmente como una Castilla ampliada y todo lo demás molestas anormalidades dentro de esa uniformidad político-cultural tan del gusto de los jacobinos de todo tipo. Por eso desprecian, cuando no odian, todo lo que huela a particularismo, ven en las lenguas y culturas periféricas obstáculos para esa deseada uniformidad, y sólo lamentan que no se haya podido completar en el pasado el proceso de aniquilamiento de éstas que el estado liberal surgido tras la Guerra de la Independencia contra el francés puso en marcha y que sólo fue un acelerón en ese proceso tras los famosos Decretos de Nueva Planta firmados por Felipe V en el XVIII y que hacían tabla rasa con las instituciones y fueros de Cataluña, Aragón y Valencia a la vez que instituían al castellano como lengua oficial única. El proceso no se pudo completar porque las lenguas y las reivindicaciones los diferentes territorios de España han seguido vigentes hasta nuestros días, peor aún para ellos, han dado origen a diferentes movimientos nacionalistas con también diferentes proyectos. Estos nacionalismos cuestionan España, sí, sobre todo su concepción como tal. Algunos promulgan la independencia total de sus territorios y otros simplemente quieren un encaje dentro del Estado Español que reconozca su hecho nacional, quieren, queremos, una España plurinacional. Pero claro, es que esa España tal como la conocemos, cuando no la España de hace décadas, la España centralista y uniformadora, también tiene sus devotos. Y en eso estamos, en un continuo y eterno tira y afloja entre unos y otros que además se retroalimenta por las noticias que deja la actualidad con cuentagotas y va a engordar la lista de agravios de unos y otros.
¿Solución? ¿La hay? Algunos, muy listos, la tienen siempre en la punta de la boca: "respetar el marco constitucional y la legislación vigente." No sólo suena a ventajismo que espanta, "se siente, es lo que hay" vienen a decir, "lo que conviene a mis intereses e ideas", sino que además retrotrae a una concepción de la realidad constreñida por una especie de libro sagrado que sería la "Consti" como antes la Biblia, y donde asoma también esa idea cuasi-mítica o sagrada de España como Unidad de Destino en lo Universal, esto es, intocable, que encima es falsa ya no sólo porque las leyes están a servicio de los hombres y no al revés, siquiera porque la Historia, señores y señoras, está en continuo movimiento por muchas barreras o diques de papel y cañones que les pongan, sino porque además éstos las cambian cuando les viene en gana, o les manda Merkel. Pero es que además este enroncamiento en el no por principio y final a toda discusión con el otro, por las dos partes, parece ser también la más genuinamente española forma de hacer las cosas, esto es, o no dirigirse la palabra o hacerlo a guantazos, lo que sea con tal de no sentarse, ponerse delante los unos de los otros, a discutir las razones de cada cual. Y es por eso, porque tanto una parte como la otra parece incapacitada, ya no sólo para hablar, sino incluso para reconocerse como antagonistas en pie de igualdad, que ni unos ni otros son capaces de aparcar por un rato sus respectivos maximalismos, que no se les ve maneras para llegar a apaño alguno, que propongo que sea la Commonwealth la que se haga cargo directamente del proceso catalán dado que tiene tanto la experiencia como la solvencia para que este se desarrolle de una manera pacífica y sensata, esto es, democráticamente, con urnas de por medio, que por algo son las únicas que deben tener la última palabra. De ese modo también se podría producir un hecho insólito en España, y que no sería otro que las dos partes enfrentadas llegaran a exponer públicamente sus diferentes ideas y razones para apostar por el SI o NO a una Cataluña independiente, proponer incluso terceras vías, para lo que tendrían que echar mano de argumentos antes que de sus convicciones de piedra para convencer a los todavía no convencidos. Vamos, lo que viene a ser la democracia.
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