lunes, 22 de septiembre de 2014

PIC-NIC



Es el día mayor de los San Mateos de Oviedo, unas fiestas, así las llaman, curiosísimas, siquiera para uno que viene de la ciudad que tiene las mejores del mundo. Unas fiestas a la donostiarra, esto es, de mucho paseo de un lado a otro de la ciudad para lo de ver y dejarse ver. Nada de pegar saltos detrás de una charanga, nada de ambiente de peña o cuadrillas por la calle para ir o venir de los toros o a la pelota. Desfase el justo, ordenado, se diría que aquí un borracho lejos de ser lo habitual en fiestas incluso va dando el cante. Ni siquiera la peña va ataviada para la ocasión, y no me refiero al traje supuestamente regional con su blusa, su faja y sus abarcas. No, van de punta en blanco, pijines a tope, a sacar de paseo las ínfulas de que se vea que somos lo que somos, gente de bien, de Vetusta de toda la vida, a que se lo den todo hecho, ordenado, el conciercín. los fuegos artificiales, el desfilín de la Hispanidad antes de la Raza; como que estoy convencido de que si alguien improvisa y monta el espectáculo por su cuenta en la calle, fijo que vienen los municipales y se lo llevan o lo colman a hostias ahí mismo, por gamberro. Supongo que para los de aquí tendrán mucho encanto, como tienen para mí muchas otras cosas de esta ciudad. Pero estas fiestas a la donostiarra con sus señores de jersey al hombro y la gomina al viento, sus señoras de vestido ceñido, tacones y cardados, como que no me acaban de convencer. Cada cual es dueño de sus prejuicios y yo no voy a simular no tenerlos; para mí la palabra fiesta es lo mismo que tiempo de barra libre y algarada callejera, la cotidianidad puesta patas arriba, una tregua de varios días dentro de lo que viene a ser la adocenada vida en la ciudad de provincias. Pero bueno, ya digo, es que los de mi pueblo las tenemos mitificadas, como que de críos una de las cosas que más ilusión nos hacía era que nos vistieran con el uniforme oficial de los gamberros beodos que subvertían en manada ese orden establecido a ritmo de charanga, cánticos de todo tipo y mil y una gansadas, que nos sacaran a la calle de pantalón de mil rayas o de arrantzale, pañuelico rojo o de cuadros, blusa otro tanto o negra, faja roja o verde, abarcas y txapela. Pero ya digo, costumbres de la tribu de cada cual, de crío te entusiasman, de chaval te tiras de cabeza a estas, más tarde empiezas a recelar de ellas y ahora casi que te inspiran ternura y no pocos recuerdos desde la barrera. Por eso todo lo que se les parezca te hace fruncir el ceño, no lo puedes evitar, vivimos comparando.

Así que hoy día grande San Mateo nos vamos de pic-nic hasta las campas del Naranco, a dar buena cuentan de mis bocadillos de autor, modestia aparte, y las correspondientes birras, mientras divisamos tumbados sobre el mantel la ciudad a nuestros pies. Una gozada si encima lo haces a la sombra de un árbol en este soleado último día de verano, mejor despedida imposible. Y qué decir si además llegas a una de esas campas y te las encuentras lo suficientemente despejadas para dar rienda suelta a tu intimidad familiar. Pues que no te hagas ilusiones, puede que haya sitio de sobra para un ejército de domingueros; pero, basta que tú y los tuyos os coloquéis en un sitio determinado para que los siguientes en llegar vayan y se pongan justo al lado. Se diría que es una ley antropológica o lo que sea, que anda que no me ha pasado pocas veces ni nada. Por eso me acordaba, mientras mis hijos saltaban sobre mi espalda y el pequeño me arrancaba una de las lentillas de un manotazo, de una vez con el amigo L en una de esas playas inmensas y desiertas del norte de Portugal, solicos y felices que estábamos tumbados sobre la arena para lo de despejar la resaca, y en eso que aparecen varias parejas a lo lejos y, dónde crees que se colocaron de todos los kilómetros de playa que tenían a su disposición; pues eso, huelga...

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