Confieso que desde hace ya un tiempo largo me ha dado por mirar las páginas de fotos antiguas de mi ciudad. Se trata de un hábito que antes se me antojaba de una banalidad insufrible por lo que tiene de regodeo nostálgico y provinciano consistente en discutir con otros acerca de la veracidad de la fecha tal o cual, de si esa papelera estaba ahí o más allá, si era pepito el encargado de la tienda o, por el contrario, su puta madre. En fin, esas cosas para rellenar una existencia por lo general bastante vacua o aburrida. Empero, y aunque sigo desconfiando de los aficionados casi que en exclusiva de este tipo de páginas porque conozco a algunos y siempre coincide con determinado perfil de los de apresurarse a cruzar la acera cuando los ves por la calle de lejos, reconozco que he caído irremediablemente en el vicio de la nostalgia municipal. En mi descargo diré que es algo que además se me ha acentuado desde hace unos meses a esta parte en razón del casi inminente traslado del domicilio familiar desde el pueblo a las afueras de Gasteiz donde hemos vivido desde hace más de tres décadas a un piso en una de las calles paralelas a la Avenida Gasteiz, una zona que he considerado siempre, así a grandes rasgos, mi barrio "natural" porque es donde pasé los primeros años de mi vida hasta ya muy entrada la adolescencia; ya se sabe, lo Rilke de que la verdadera patria del hombre es la infancia; pues en mi caso el barrio. Así que, y aunque se trata de una circunstancia a la que no dedico mucho tiempo con eso de las vicisitudes día a día y tal, hace ya semanas que mi subconsciente me regala sin parar recuerdos de aquella época por las noches. Se trata, empero, de sueños placenteros que como nunca llegan a tomar forma de pesadilla os ahorro más tarde en este mismo espacio.
Pues bien ayer veía esta foto de la inauguración del Sabeco de la Avenida Gasteiz, puede que todavía del Generalísimo, a saber. En cualquier caso, uno de los primeros supermercados de la ciudad que abría justo al año siguiente de nacer yo y del que guardo algún que otro recuerdo. Pero no precisamente porque en casa fuéramos asiduos, que yo recuerde mi madre siguió siendo fiel a las tiendas de nuestra calle y alrededores donde solía hacer la compra o enviarme a mí a hacerla. Ahora bien, también dudo que fuera por una concepción romántica de la fidelidad a los negocios pequeños, sino más bien pragmática, vamos, porque buena parte de los dueños también eran clientes de la peluquería de mi padre y en ese caso se imponía la solidaridad entre autónomos y también, por qué no, algo de sentido comunitario instintivo o por el estilo.
Sin embargo, y aunque no recuerdo haber hecho nunca yo solo compra alguna en el entonces novedosísimo super de la Avenida, eso cuando la apertura de uno venía a ser algo así como entrar en la modernidad de cabeza y a la foto que ilustra esta entrada me refiero, no he podido evitar acordarme de los pollitos vivos que los del Sabeco nos regalaban a los niños todos los años por la razón que fuera, no sé si acordado con el colé o no -ni me acuerdo ni me importa, de modo que abstenerse los enmendadores compulsivos de esta red con las pejiqueras de rigor; "es que eso no era así, sino mimimimimimi...- y cuya única función parecía ser traumatizar un año tras otro a unos tiernos infantes ante la imposibilidad de mantener vivos más allá de dos semanas a aquellos proyectos de gallinas ponedoras.
Pero mentiría si dijera que ese es mi principal recuerdo en lo que respecta al super de marras. Mi principal recuerdo es de unos años más tarde de cuando los pollos, siendo ya un aspirante a pandillero juvenil por lo de tirarme todo el tiempo en la calle con los colegas y flirteando con el lado "pericoloso" de la vida en forma de vamos al super a birlar unas botellicas de priva para ponernos luego ciegos en las escaleras de acceso a los edificios que decíamos de "detrás de la Avenida", a ver si así nos entonábamos lo suficiente para a continuación atrevernos a entrarle a I, la chavala de carita angelical, melena castaña hasta donde empezaba su trasero, todo un homenaje a la pasión de Cristobal Colón por demostrar empíricamente la circunferencia de la tierra, y sobre todo un maravilloso ejemplo de que pasados los catorce años las mujeres ya han florecido en toda su plenitud, sobre todo en el imaginario pajillero de unos adolescentes babosos como lo éramos prácticamente todos sin excepción, otra cosa era la discreción. Y aquí la típica pregunta de la gazmoña de guardia: "¿Es que teníais que beber para sentiros valientes antes de entrarle a una chavala?" Pues no, señora, para eso no, más bien para atrevernos a desafiar a los guardias de corps en forma de amigas que escoltaban a la tal I, las cuales, como parecían haber asumido que la guapa era su amiga y ellas todo lo contrario, se resignaban a su papel de defensoras de la virtud de su amiga poniendo cara de perro y el insulto en la punta de la lengua a todo mocoso con acné que osara acercarse a la diva.
Así que en eso estábamos, en la obtención de la pócima mágica para resolver nuestros complejos adolescentes, cuando, y ante la resistencia de la mayoría a comenzar una carrera delictiva por lo que pudieran decir en casa, apareció Iñ con una botella que según él había conseguido sustraer sin que ningún empleado del super pudiera impedírselo. No por nada era el tal Iñ quien más deseo manifestaba por conseguir la atención de la diva antes mencionada, como que aseguraba estar perdidamente enamorado de ella sin que los demás tuviéramos todavía muy claro en qué consistía aquello, una cosa como de amanecer con el miembro en carne viva tras una noche sin pegar ojo soñando con su amada, que decía él. Así que nos retiramos al abrigo de las escaleras también antes mencionadas donde, tras felicitar al tal Iñ reconociéndole como el héroe del grupo por su hazaña, procedimos a la ingesta del líquido elemento confiando en que no tardaría en hacer efecto en nuestra percepción de la realidad. Y el caso es que tardaba, vaya que sí tardó. Y eso que el tal Iñ, se supone que para que ninguno de los presentes empezara a dudar acerca de la utilidad de dicha hazaña, comenzó a hablar con boca pastosa y a tambalearse como si de verdad estuviera borracho. Pero no, porque no tardamos en echar un vistazo a la etiqueta de la botella presuntamente birlada y comprobar que se trataba de un sucedáneo sin alcohol del pimermint, una bebida elaborada a partir de la menta, de color verde y muy aromático, con unos 40 grados alcohólicos; así que estaba tan rico.
Nos la había querido meter doblada y lo único que había conseguido era rubricar nuestro paso de la infancia a la adolescencia al recordarnos que el mundo de los mayores al que nos abocábamos estaba lleno de mangantes y sinvergüenzas que harían todo lo que estuviera en su mano por aprovecharse de los rescoldos de nuestra ingenua puerilidad.
Pues eso, menuda parrafada, ya, qué se le va a hacer, lo que tiene madrugar tanto...
No hay comentarios:
Publicar un comentario