Esta noche he pasado un frío terrible. La garganta reseca, flemas, dolor de cabeza. Y encima cada vez que me despertaba tiritando veía que mi señora esposa estaba con mi parte del edredón en plan rollito de primavera. Así que, por no tirar del edredón con todas mis fuerzas y mandarla a ella a tomar por saco fuera de la cama, me he levantado a ver un poco la tele a ver si así conseguía reconciliar el sueño. Estaba viendo la serie sobre Catalina que interpreta mi admirada Hellen Mirren, la escena en la que está reunida con sus ministros para tratar las reacciones de los embajadores occidentales ante la conquista de Crimea por parte del general Potemkin, en esencia el churri ambicioso y machirulo de la señora.
- Majestad, el embajador británico y el alemán protestan porque…
¿Cómo que el embajador alemán? Es la cuarta o quinta vez que escucho algo así a lo largo del capítulo y el licenciado en Historia que hay en mí no se puede aguantar más.
- ¿El embajador alemán? Estamos en pleno siglo XVIII, Alemania no existe como unidad política, no es un estado sino un conjunto de estados bajo la forma de imperios, reinos, principados, electorados, ducados o ciudades independientes. Ese embajador alemán podría ser el representante de cualquiera de ellos.
- Ya, pero se sobreentiende que se refiere al más importante de ellos, a una verdadera potencia militar capaz de hacer frente a nuestra amada Rusia –me explica el ministro de exteriores ruso.
- ¿Prusia? ¿Por qué no lo dicen así?
- Hombre, porque es probable que la mayoría de los espectadores desconozcan lo que era Prusia.
- No, si en eso estoy de acuerdo, con lo de la LOGSE estoy seguro de que la mayoría creería que es una marca de automóviles, una enfermedad venérea o cualquier otra cosa por el estilo. Pero, ¿qué les cuesta mirarlo en google cuando hoy el día todo el mundo tiene todo el rato el Smartphone a mano.
- Por favor, ¿puede bajar el tono? La emperatriz empieza a mosquearse –me increpa el ministro de interior ruso.
- Que se mosquee. ¿Acaso ella no es alemana? Pues sería la primera que tendría que saberlo.
- ¿Pero cómo se atreve? Ni siquiera Voltaire se atrevió a tanto.
- ¿Voltaire? ¿El que le escribía a la emperatriz cosas como: "Señora, después de haberme maravillado y encantado de vuestras victorias durante cuatro años seguidos, me maravillo más aún de vuestras fiestas. Me cuesta trabajo comprender cómo ha logrado vuestra Majestad Imperial que el Mar Negro llegue a una llanura cerca de Moscú. Veo en ese mar barcos, ciudades en sus orillas, cucañas para un pueblo inmenso, y todos los milagros de la ópera reunidos." Menudo pelota de mierda y puto rastrero estaba hecho el gabacho.
- Me sé de uno que va a acabar en Siberia.
- Ya ves tú, soy de Vitoria, así que allí estaría como en casa. Eso y que creo haber pasado ya una larga temporada en otro sueño que tuve hace tiempo con Stalin. No sé, no me acuerdo muy bien.
- Bueno, basta ya. ¡Guardias, prendan a ese insolente!
A continuación lo típico en estas pesadillas. Salto por una de las ventanas del Palacio de Invierno a la plaza que un par de siglos más tarde los bolcheviques convertirían en el símbolo de su revolución, y ya desde allí corro como alma que lleva el Diablo en dirección al regazo de la madre Rusia. Estepa, mucha estepa a ritmo de El Baile de los Caballeros de Prokofiev. Creo que paso sin darme cuenta por delante de Kazán antes de llegar a las orillas del Don. Allí me hago amigo de unos cosacos y ya un par de años más tarde, y una cirrosis de caballo, encabezo la enésima sublevación cosaca contra la tiranía de los Romanov.
Y todo esto con un frio que pela.
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