jueves, 4 de noviembre de 2010

A MERCED DE LA ESTUPIDEZ DE LA VECINA DE AL LADO.


Ahora que acaba de pasar el Halloween de las narices, que ya todo el mundo lo celebra, que el Día de Todos los Santos va para cosa de viejos o casi, que ya definitivamente nos hemos rendido a la evidencia de que la globalización es sinónimo de idiotización a escala mundial. Pues que entre tanto mamarracho disfrazado de calavera, calabaza asesina o draculín creo que todavía estamos a tiempo de reivindicar uno de los personajes más tétricos, horripilantes, dañinos y sobre todo extendidos por toda la faz del globo terrestre. Me refiero a las vecinas. Sí, -el de las suegras lo dejo para otro día, como que va para tratado- a las vecinas a cuyas miradas indiscretas y lenguas viperinas nos vemos expuestos por la cosa de vivir en sociedad, seres agazapados detrás de la mirilla de su puerta o la cortina de la ventana que da a la calle, seres cuyo letargo existencial sólo parece sacudirse con las vicisitudes existenciales del prójimo, sobre todo el de ese con el que el azar ha hecho que comparta el rellano de una escalera, la misma calle de la urbanización de adosados o el perímetro urbano de la correspondiente aldea, pueblo o similares.

Es imposible desprenderse de ellas, escapar a su maligna influencia, evitar que no nos amargue la mañana un encontronazo con ellas en el ascensor, el portal o donde sea. Claro que siempre queda la opción de pasar olímpicamente de ellas, incluso de aprovechar su presencia para alimentar con todo tipo de comentarios de mal gusto o apócrifas rarezas la leyenda que ya se habrán encargado ellas de fabricarnos a nuestra medida. Yo por lo general siempre he optado por lo primero, no tanto como medida preventiva como instintiva, cuestión de carácter, no sólo me resbala lo que diga el prójimo sino que además cuanto peor sea mucho mejor, el que no se abstiene de opinar sobre otros hasta poder conocerlos de cerca no merece respeto alguno, va para candidato del Tea Party de turno. De hecho, soy consciente de que la que tengo enfrente de mi puerta es una hija de puta de cuidado, una zorra estirada que te saluda cuando le peta mirándote de arriba abajo con más asco que otra cosa, y eso las contadas ocasiones cuando se molesta en hacerlo, que la mayoría ni te responde al buenos días o tardes, debe pensar que somos gitanos rumanos o por el estilo, será por los gritos que pegamos de vez en cuando, digo. Menos mal que la simpatía de la otra vecina y su marido compensan con creces el mal trago de enfrentarse cada día al careto de esta revenida y el nerdental de entrecejo perpetuamente fruncido que tiene de marido.

No obstante, hay que reconocer que no siempre resulta tan fácil esquivarlas cuando lo pretendes. Pueden hacer mucho daño si se lo proponen, sobre todo si no tienen otra cosa que hacer y de ahí que las jubiladas sean las más temibles de todo este tipo de sanguijuelas. Sólo les hace falta un motivo, estos los encuentran fácilmente en su amplio elenco de prejuicios, todo ello afín de echar a rodar la máquina de la infamia, alimentarla con todo tipo de bulos, intentar poner a todo el mundo de su parte, hacer imposible la vida a sus víctimas, hacerles sentir culpables de algo que la mayoría de las veces desconocen.

Eso es lo que les está sucediendo a una pareja gay que recientemente se había trasladado a vivir al pueblo asturiano de Grado, de donde era natural uno de ellos. Pues al rato de empezar a vivir allí resulta que una de sus vecinas comienza a actuar de forma extraña. Parece que ser que ante la sospecha de que eran homosexuales empezó a ejercer un acoso intolerable, que a partir de ese momento hubo insultos, acusaciones, incluso una denuncia en el juzgado contra ellos, la cual fue sobreseida por el juez porque no se sostenía, ya que se les acusaba de actuaciones sinsentido, como por ejemplo molestar llamando al timbre. Incluso señalan que trató de denunciarles por ser homosexuales.

La situación fue enconándose hasta tal punto que, hace unos días, ocurrió el hecho más grave. La vecina abofeteó a uno de los miembros de la pareja, que pudo contenerse y no devolverle la agresión para no empeorar la situación. Sin embargo, en ese momento, decidieron poner toda la carne en el asador y emprender todo tipo acciones legales para acabar con un comportamiento que les está generando fuertes tensiones. Hay que señalar, justo es decirlo, que la pareja ha encontrado el apoyo de algunos de sus vecinos que han sido testigos de excepción de lo que les ha estado ocurriendo en los últimos meses. Pero también ha habido alguno que han sido cómplices silenciosos como es de esperar cuando se trata de hacerse invisible frente a hechos como el asesinato de millones de judíos, la expulsión de grupos enteros de personas por razones meramentes étnicas o religiosas, la amenaza terrorista a los que no piensan como ellos y en general todo este tipo de cosas que impiden tan a menudo que nos reconciliemos de buen grado con la condición humana.

Sea como fuere, el caso es poder contrastar por enésima vez la duplicidad socio-cultural en la que vivimos. Por un lado pioneros como país en el reconocimiento de del derecho de los homosexuales a la institución del matrimonio, derecho que defiendo como lógico en una sociedad donde se prime no sólo la libertad del individuo a organizar su vida a su antojo, siempre y cuando no haya dolo a terceros, sino además porque, al contrario de lo que piensan los conservadores que tienden a confundir los preceptos morales y religiosos con los que organizan su vida con aquellos otros meramente jurídicos que deben garantizar la libertad de cada cual a los suyos propios, el matrimonio sobre el papel sólo es un precepto legal, no un sacramento. En fin, que se me hace poco digerible que una ley que contribuye en alguna medida a la felicidad de cientos de mis congéneres sea repudiada por otros con el único argumento de que contradice su modelo de vida, no porque lo ponga en peligro, no, que nadie les obliga a nada a ellos, sólo a respetar al prójimo, a aceptar que dentro de una misma sociedad caben modelos de convivencia distintos a los suyos. Una actitud la de los defensores de la familia tradicional que, en el caso de que tuvieran la ocasión de imponerse, me haría temer también por mis principios en la medida que no concuerdan con los suyos. Pero a lo que vamos, somos pioneros en leyes y también supuesto centro de atracción para la comunidad gay del mundo entero con su multidudinario desfile del orgullo gay y otras demostraciones tan carnavalescas o ilusorias de lo que a ojos extraños puede parecer la evidencia de un país verdaderamente moderno y tolerante. Sin embargo, por el otro lado, de hecho con solo salir a la calle, escuchar una conversación de tasca o hurgar en la intimidad del prójimo preguntándoles si le importaría tener un hijo homosexual, la España real de siempre, carpetovetónica a más no poder, aferrada a los prejuicios y tabúes que les inculcaron de pequeños desde el púlpito, un machismo secular que tiene a Belusconi y sus bufonadas como modelo del que sentirse orgulloso. Una intolerancia hacia un colectivo tan machacado a lo largo de los tiempos como consustancial a nuestra especie, y a la que no están dispuestos a renunciar porque para qué, un maricón es un maricón aquí y en Washington. Ni siquiera hay que irse como esta pareja al campo para encontrarse esa España a la que nos referimos, ni tan profunda ni tan avejentada como algunos quisieran creer -mira si no la cantidad de videos de chavalitos humillando a homosexuales que corren por la red, amén de otros cientos de ellos de los clásicos chistes de mariquitas y por el estilo-. Aunque, ahora bien, y reconociendo de antemano mi prejuicio como urbanita ante la vida en comunidades lo suficientemente pequeñas como para que el aire se te haga irrespirable nada más poner el pie en una de ellas, también es cierto, una vez más la Historia es generosa en ejemplos, que esas comunidades son más propicias al abuso de lo que la mayoría entiende como lo "correcto", al rechazo hacia el que consideran "diferente" y cuyo modo de vida ni comparten ni están dispuestos a aceptar entre ellos por miedo a vete a saber qué enfermedad contagiosa. Sólo así se puede entender que la vecina de esta pareja, además de homófoba más que nada por pura inercia de sus costumbres, también sea tan ignorante del país en el que vive como para pensar que todavía hoy en día, como hasta no hace mucho, ser homosexual puede ser considerado un delito. O está señora acaba de llegar de Irán o álgún otro país por el estilo, o es que la pobre no ha visto un telediario ni leído un periódico desde hace más de treinta años y todavía no se ha enterado de que Franco ha muerto, vivimos en democracia más o menos y, sobre todo, que ya no existe aquella ley de vagos y maleantes por la que cada vez que se le antojaba al falangista de turno se hacían redadas de mariquitas con fines exclusivamente terapeúticos, es decir, darles jarabe de palo hasta que acabaran renuciando a su "vicio" y decidieran reintegrarse de buena gana en la comunidad másculina mayoritaria compuesta en exclusiva por machos ibéricos.

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