lunes, 23 de agosto de 2010

NEUE NATIONALGALERIE





Como bien se puede ver, la ilustración que acompaña a este blog en su extremo derecho pertenece al conocido artista alemán Otto Dix, y su presencia no tiene otra razón de ser que mi querencia por una obra de la cual, además, me he valido para tejer el argumento de una de mis novelas.

De ese modo, no es de extrañar que antes incluso de partir hacia Berlin uno de mis objetivos turísticos obligados, junto con la visita inexcusable al Pergamonmuseum por eso de que hay cosas de tal calibre que si se tiene la oportunidad de verlas no hay que dejar excapar la ocasion -aqui me refiero no tanto al conjunto de Pérgamo que da nombre al museo como a la famosa Puerta de Ishtar de Babilonia y a todo lo mesopotámico y así- y el correspondiente consumo desaforado de cerveza alemana y chukrut, fuera el Neue Nationagalerie donde se encuentra parte de la obra de Otto Dix y la mayoría de sus compañeros del llamado arte feroz de entreguerras, como el también admirado Georg Grosz.

Porque se trata de una pintura no apta para gustos delicados, amantes de lo bonito por principio, de lo inocuo en su mayor parte, paisajes y retratos de encargo en su mayoría. Todo lo contrario, lo de Otto Dix y sus colegas del Arte Feroz, no respondía, no podía, a las exigencias estéticas de los pudientes que se dejan sus cuartos en la adquisición de obras de arte, ya sea por verdadera afición o mera inversión. La pintura de Dix y compañía era lo más parecido al panfleto pictórico, al graffiti contestatario con maýusculas, pura subversión al pincel, y también otros materiales, contra el gusto apocado o modoso de las clases medias de su época, verdaderas andanadas ideológicas no sólo contra los monstruosidades de la guerra de la que acacaban de salir, la primera mundial, sino sobre todo contra la frivolidad, los abusos y la desvergüenza de las clases dominantes. De ese modo, Otto Dix y Grosz reflejan en sus obras la decadencia de una burguesía -entre la que a la fuerza se encontraba su clientela, como el banquero Wagener que creó la colección que nos ocupa- de los años locos del Berlin de cabaret y lentejuelas, la debilidad y contradicciones de la Republica de Weimar, el resentimiento de las clases populares, el ascenso de los nazis con la connivencia de los poderes fácticos de siempre, banca, ejército, Iglesia.

Lo tildaron no sólo de arte degenerado por esa falta de gusto que las clases medias conservadoras, y en concreto los nazis que se nutrieron de éstas, suelen calibrar en la fidelidad o no del artista a lo simplemente figurativo. Era un arte que desfiguraba los personajes y los escenarios para destacar su trasfondo sicológico, sociológico o simplemente ideológico, que destacaba lo más tétrico y decadente de esos ambientes y personajes supuestamente glamurosos o no de entreguerras; burgueses en frac con la copa de champán en la mano y jóvenes alocadas con sus collares kilométricos, sus vestidos de lentejuelas y su desparpajo puteril, banqueros, curas y militares con su alma de zombies hambrientos al descubierto, los lisiados de la guerra y de la vida en general. En fin, que lo hacía también con muy mala leche, la que deriva del espírítu crítico, borrachos y putillas de toda clase, todo lo que una persona de orden jamás se habría atrevido a reflejar en sus lienzos, como que no les llovieron pocas hostias ni nada. El pintor metido a pintamonas, a cronista de su época y no sólo al servicio de mecenas o la institución de turno. Era la pintura de la verdadera libertad creativa del autor, la que le permitía la crítica y sobre todo la ironía o el sarcasmo en los temas que trataba, vulgo, tocar los cojones al mandamás de turno, agitar conciencias o sólo molestarlas. Era y es una gozada, pioneros de lo que vendría más tarde en forma de mil y una escuelas de artistas inconformistas y contestatarios, lo que ya apenas se encuentra en otro sitio que no sean los comics o por el estilo. Sólo el placer de poder ver una de las obras de Dix y compañía in situ merece la pena una visita a Berlín, mucho más que cualquier otro atracón de arte en cualquiera del resto de gradilocuentes museos berlineses de los que elegimos pasar porque lo bueno si breve dos veces bueno, uno al día y con las horas justas para no atorarse ante tanto cuadro o estatua sobra y basta. Lo contrario es autoflagelarse, y sobre todo, desmerecer la atención que exigen muchas de las maravillas que atesora la capital alemana.

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