domingo, 8 de agosto de 2010

NADA MÁS HERMOSO QUE UN BESO


Ayer en el aeropuerto de Loiu para recoger a unos parientes del otro lado del charco. Como de constumbre la cosa esa que parece más una estación de autobuses que un aeropuerto en obras, eterna provisionalidad. Yo, que llego el primero porque vienen 4 y cargados de maletas para dos meses, de modo que urgen dos coches. Me tomo un café mientros espero a que lleguen mis padres en el suyo. Me doy cuenta de que apenas puedo mantener el café en alto para acercármelo a los labios sin derramar una gota. Tengo los nervios a flor de piel, un comecome que no me deja tomar el café ni estarme quieto en mi sitio, la pierna que se asemeja al pistón de un motor a toda revolución. Reflexiono y me percato de que no es por la espera, ni por el viaje que ha sido corto y demasiado conocido, ni siquiera por el recuentro con mi tía, prima y sobrinos. Son mis padres que venían detrás dé mí y que cuando los he llamado todavía estaban en el peaje de Altube. Son ellos los que me preocupan porque me los imagino despistandose o discutiendo entre ellos mientras el viejo conduce y mi madre confunde. Se trata de una percepción instintiva de la edad de mis padres, son mayores aunque no se les pueda llamar viejos, estamos hablando de un calificativo hecho tabú y ellos no sólo no se reconocen en él sino que además se enfadan, a partir de los setenta todavía se es un chaval, sí claro.

Por fin llegan y cuando bromeo a cuenta de que a esas alturas ya me los imaginaba contra un árbol, mi padre se hace un gesto de quita, quita, deja de decir bobadas; pero, mi madre, que de discreta no tiene nada, me confiesa que por poco, que han estado a punto de estamparse contra los bajos de un camión en la autopista porque el que iba delante de éste había parado en seco y mi padre que a duras penas conseguía hacer valer los frenos de lo lanzado que iba. No me voy a preocupar ni nada, como que acaricio la idea de un instintivo vínculo telepático o así entre un servidor y sus progenitores, el mismo que cuando estaba en Irlanda y al poco de llegar me perdí a la noche con más pintas de las necesarias en Dublín por un problema de consonantes o más bien de dicción de las mismas (mi calle era Kerrymount y yo había cogido el último bus a Carrickmount), hizo saltar a mi madre de la cama tal y como me suele recordar una y otra vez ésta.

Luego la tortura de la espera en el aeropuerto, que no lo sería tanto si estuviera solo y no en compañía de dos culos histéricos. Todo el rato de aquí a arriba y vuelta a bajar por si salen o no salen, se les ve donde las maletas o no. Imposible controlar el impulso controlador de todo de mi progenitor, y cuando digo que no hay nadie, que se me escapa a buscarlas a vete a saber dónde. Luego encuentro a los venezolanos, busco a mi madre, llamo a mi padre que está en la parada de taxis, le digo que venga hasta la entrada principal, ni puto caso, ni viene ni lo encuentro por ninguna parte, subo escaleras, las bajo, casi me da un flato porque se está haciendo tarde. Vuelvo a subir peldaños y en una de esas diviso en lo alto de la escalera un chico que se lanza sobre una chica al poco de abrirse la compuerta de llegadas no comunitarias. Se abrazan, él la alza hasta la altura de su barbilla, entonces se funden en un sonoro y eterno beso. La cosa acaba, cómo no, entre sollozos de emoción, qué bonito, qué bonito. Y yo que casi me olvido de mi padre y de todo. Un reencuentro de enamorados en directo, en carne y vivo, me paro y hasta me cago en Dios de la emoción. Luego a renaudar la carrera en búsqueda del septagenario cascarrabias. ¿Y el beso? Riéte del de Casillas y la Carbonero.

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