miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA ARQUITECTURA DEL PODER




La arquitectura ejerce una profunda fascinación en los individuos más egotistas, que se desviven por usarla para glorificarse: los miembros multimillonarios de los consejos de administración de museos, los constructores de rascacielos y los propietarios de mansiones. Igualmente pueden recurrir a ella los alcaldes con afán reformador que quieren transformar sus ciudades para mejorarlas. Sean cuales sean las intenciones del arquitecto, al final se encuentran con que lo que define no es su propia retórica, sino los impulsos que condujeron a los ricos y poderosos a contratar a arquitectos y a intentar dar forma al mundo.

La Arquitectura del Poder, de Deyan Sudjic



Apasionantemente ilustrativo, significativo y también divertido, este libro del crítico de arquitectura británico Deyan Sudjic. Una critica ácida, demoledora incluso, del modo como los grandes figurones de la arquitectura se plegan a todo tipo de exigencias, caprichos, abusos, de los mandamases de turno con tal de poder dar rienda suelta a su ego sin límites ni pudor. El libro rebosa de anécdoras sobre la arquitectura convertida en representación del poder y, muy en especial, en arma propagandística. De este modo, se repasan con gran profusión de datos las relaciones interesadas, turbias, tensas y hasta obscenas -como la de aquellos que colaboraron con Saddan Hussein en la construcción de su Gran Mezquita para tapar su derrota durante la I Guerra del Golfo-. En general, el autor sostiene que los evidentes excesos de la arquitectura moderna a lo largo del pasado siglo XX, representada por popes como Le Corbusier, Albert Speer, Philip Jhonson, Norman Foster, Frank Gehry, Yung Ho Chang, Arata Isozaki, Ree Koolhaas, Daniel Libeskind, etc., sólo fueron posibles gracias a la barra libre que consiguieron de los poderosos a los que vendieron su alma.

Dentro de ese tipo de relaciones arquitecto-poderoso, destacan las de aquellos que colaboraron con los grandes tiranos de nuestra época, a destacar la de Albert Speer, ministro en más de una cosa de Adolfo Hitler, y persona de suma confianza de éste, un verdadero fanático también de la arquitectura. El libro cuenta el modo como un arquitecto mediocre como Speer supo interpretar la megalomanía constructiva de Hitler para luego complacerle en todo, desde la construcción completamente desquiciada de su famosa y efímera Cancilleria a su proyecto de reconstrucción de Berlin transformándola en Germania, una especie de nueva Roma imperial que iba a durar los 1000 años del Reich tristemente famoso. Del modo como Speer y otros primero medraron en el Tercer Reich y luego renegaron de él ya tras su derrota, da cuenta detallada Sudjic como paradigma de tantos otros arquitectos que, sin indentificarse o compartir las ideas del tirano para el que trabajaban, como Le Corbusier para Stalin, descubrieron que sólo en un régimen autoritario, donde la arbitrariedad del poder es absoluta, podían llevar a cabo sus ensoñaciones arquitectónicas sin tener por ello que rendir cuentas ante nadie.

Claro que en todo hay clases, y si en la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin -por no hablar de la China comtemporánea y todo ese "abanico de posibilidades" que ofrece un régimen autoritario como éste a los arquitectos que nos ocupan- los medios eran prácticamente, aunque no tanto, ilimitados para las ambiciones artísticas o casi de estos arquitectos amprendices de Fausto, en otros lugares la megalomania del tirano de turno, de un Saddan Hussein o un Ceauscescu por ejemplo, acaba en decorados de cartón piedra o palacios o mezquitas de mármol en medio de la nada, en pleno desierto o selva tropical.

Pero no todo es trabajar para el tirano, al menos no en apariencia. Muchos de los popes de la arquitectura moderna a los que el autor del libro disecciona han trabajado, y trabajan, para gobiernos democráticos y responden, al menos en teoría, a todas las exigencias de una sociedad en la que existe el concepto de responsabilidad civil. Otra cosa muy distinta son los apaños de estos arquitectos para obtener siempre el beneplácito del político de turno o del magnate al que le quiere colocar una residencia de cristal complentamente trasparente. Llegados a este punto, Sufjic expone el modo de encadilar a políticos democráticamente elegidos o probos empresarios a cuenta de la bobería expeculativa que impera en el mundo a cuenta del querer siempre el que más de lo más de todo.

Y en general, para no desvelar más de lo necesario, para no reincidir en mi error de comentar libros a base de destriparlos, me limito a señalar los mimbres con los que éste está hecho: el ego desatado tanto de políticos con ganas de pasar a la prosperidad a lo Mitterrand, incluoso de construir identidades nacionales como Atakur en Ankara o Kubitschek en Brasilia a base de ladrillo, ciudades de rascacielos en miedo del desierto como en Dubai, la pura vanagloria de nuevo rico de magnates chusqueros como el impresentable de Van Hoogstraten, las bibliotecas de los ex-presidentes americanos cada cual más ostentosa o ya directamente hortera -y siempre en contraposición a la sencillez de la de Roosvelt, de lo que deduce el autor que cuanto menos tiene un ex-presidente de lo que presumir durante su mandato mayor es su biblioteca como en el caso de George Bush padre-, y ya para terminar el negocio expeculativo tipo Guggenheim, en donde el éxito poco más que fortuito de un modelo de regeneración urbana a rebufo de un icono mundialmente reconocido como el museo de Frank Gehry, se convierte en una especie de plaga de edificios emblemáticos con ínfulas de milagrosas para la ciudad que los alberga, los cuales, a fuerza de multiplicarse por doquier, van precisamente perdiendo esa fuerza/atractivo que en un primer momento pudo tener el ejemplo bilbaino.

Esto último que señalado es tan cierto como que incluso hemos llegado al punto de que se construye en Avilés a cargo del reconocido arquitecto brasileño Oscar Niemeyer un edificio emblemático, icónico que dicen, con el único objetivo declarado de revitalizar la ciudad y su entorno en plena decadencia postindustrial, pero del que apenas se sabe para qué servirá, qué puede albergar en su seno, todo lo más le han dicho multicultural o así, que viene a ser como no decir nada, ¿o acaso no es todo cultura? Pues en esas estamos, por mi parte y por el cariño que tengo a esa ciudad, ójala no se cumpla los malos augurios de Deyan Sudjic, los mismos que vienen refrendados por el fracaso de casi todos los Guggenheims posteriores al de Bilbao y cuyo único fin era repetir la jugada hasta el infinito si me apuran; segundas partes nunca...

Y para terminar, y más que nada por cercanía y porque el autor lo considera el paradigma de lo que llama arquitectura gratuitamente excéntrica, una especial mención a Calatrava, al que Sudjic define como ...una versión oscura y kisch de la iventiva juguetona y libre de Gehry que sigue considerándose arquitecto, pero que en realidad ha renunciado a diseñar edificios para concentrarse en la producción de iconos. Si lo sabré yo que paso a diario junto a ese mamotreto de Calatrava aquí en Oviedo, encajonado entre edificios de ocho y más plantas que encima lleva su nombre, y cuyo despropósito es tal que, aparte de como es costumbre en el valenciano construyendo suelos resbaladizos, de la vergonzosa facilidad con la que estos pierden su brillo inicial sea cual sea el material empleado, de lo innecesariamente aparatoso de prácticamente todo. Como que sé de buena tinta que los pobres trabajadores que allí anidan ni siquiera pueden traerse una silla a su medida en el caso de tener problemas de espalda o por el estilo. Lo tienen terminantemente prohibido porque algo así atentaría contra la armonía del edificio. ¡Vamos hombre, hay que ser ignorantes, pretender estar cómodos, no ya en su puesto de trabajo, sino sobre todo en el interior de un efificio de Santiago Calatrava! No se han enterado que éste no los hace a la medida de la gente que los ocupa, no, al revés, son ellos los que tienen que dar la medida para ocuparlos...

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