viernes, 24 de septiembre de 2010
LECTURA DE PABLO ANTOÑANA
Devoro con verdadera pasión, para no variar, LECTURA DE PABLO ANTOÑANA de Miguel Sánchez-Ostiz, un homenaje póstumo más que una autobiografía al uso de un autor recientemente fallecido, un libro que el autor reconoce haber escrito con toda la parcialidad que le motivaba su admiración y amistad por el de escritor navarro. Como de costumbre la prosa personal, directa, apasionada y certera, maravillosa en suma, de Sánchez-Ostiz hace que no pueda despegar los dedos del libro hasta el PRO LIBERTATE PATRIA, GENS LIBERA STATE, la proclama de los infanzones navarros de Obanos que le sirve al autor para cerrar este homenaje a uno de sus más dignos herederos tanto en lo espiritual como geográfico. Es la historia agridulce no sólo del escritor y sus sombras, una indagación desde el cariño y el reconocimiento no de la personalidad del escritor, el retrato de ésta pertenece casi en exclusiva a sus allegados, sino más bien de las diferentes máscaras del escritor, tanto aquellas con las que él mismo quiso presentarse en escena como las que le colocaron otros.
De ese modo, Sánchez-Ostiz se aplica con ganas, y sobre todo con conocimiento de causa, a descolgar algunos de los sambenitos que le fueron colgando a Antoñana durante toda su vida. Ni era tan adusto, distante o cascarrabias como algunos creían, ni el cenizo que algunos, no muy duchos en esto de la literatura y sus contornos, o acaso sí, a sabiendas y con muy mala leche, creyó o quiso ver en su prosa de una sensibilidad, una maestria sintáctica y una belleza expresiva poco comunes, casi que de otro tiempo, exóticas incluso si reparamos en lo que se estila y sobre todo en lo que de verdad vende. Como era de esperar, el Antoñana cascarrabias o aguafiestas que algunos, los de siempre, los que nunca rompen un plato ni se salen jamás del tiesto, los eternamente bienpensantes y los arrimados por principio al sol que más calienta, quisieron ver en el de Viana sólo lo era en la medida que vivió toda su vida a disgusto con la sociedad que le había tocado en suerte, aquella de la que no pudo huir porque una cosa es ponerse el mundo de montera para luego contar una vida, fingida o no, de aventuras trepidantes y hasta glamurosas, y otra muy distinta tener que ganársela con la dignidad del que ha hecho previamente sus deberes y a ser posible también con opción a sus interioridades artísticas, esto es, con tiempo para desarrollar la pasión de su vida: la escritura.
Cuenta Sánchez-Ostiz que Antoñana era un hombre de gran humor, de un sarcasmo muy de la tierra, de una afabilidad enternecedora en las distancias cortas, aquellas en las que sólo merece la pena realmente mostrarse tal como se es y no como esperan otros. Tampoco aborrecía de su entorno más inmediato como deducían esos mismos otros por la virulencia con la que arremetía contra una tierra que consideraba dura e ingrata como pocas, una tierra de convicciones de piedra, mucha sacristia pero poca piedad cristiana con el adversario siempre hecho enemigo, una tierra en la que siempre medran los mismos, él lo remontaba y lo contaba en sus historias sobre las Guerras Carlistas con sus caciques y sus curas trabucaires removiendo en el caldero de los miedos y el resentimiento de clase de las gentes corrientes. Una tierra, en fin, de tan cercana a la de uno en lo sentimental, cultural y hasta familiar, siquiera porque la propia no deja ser una prolongación natural de aquella. Miguel Sánchez-Ostiz, que sabe mucho de èsto, lo expresa tal que así:
Lo cierto es que Antoñana tenía razón, Navarra es una mala tierra para la disidencia y para ir a la contra. No se ha caracterizado nunca por exhibir pensamientos disidentes, en nada. Lo que ha abundado es el pensamiento conservador, reaccionario y, por las armas o los votos, es la derecha que viene gobernando de manera consuetudinaria como sifuera una dádiva del cielo.
Por lo demás, pocos habrán amado el paisaje y paisanaje que le tocó en suerte como Antoñana. No sólo lo convirtió en el escenario de su obra al más puro estilo de un Faulkner, el cual le sirvío en bandeja no sólo su ejemplo sino también la razón de su escritura:
"Parece que lo que escuchaba entonces lo había escuchado también el gran William Faulkner y lo pasó al papel. Sus soldados eran nuestros soldados, sus odios los nuestros, el desamparo, la ira, la frustración, que habían abatido como viento vengador..."
De lo particular a lo general porque no hay nada en lo que nos rodea, o de lo que nos hace lo que somos, de donde venimos, que no sea universal en la medida que antes lo es humano. Siendo así, Antoñana levantó el escenario de sus historias en una tan mítica como reconocible República del Yoar, tierra que albergaba gentes y paisajes que remitían irremediablemente a las faldas de este monte a caballo entre Álava y Navarra, su Viana natal y ya en general a la Tierra Estella en la encontró trabajo y abrigo como secretario municipal de varios de sus ayuntamientos. Un trabajo, éste de secretario, que le valió no sólo para conocer los entresijos del poder en su pequeña escolar, asistir a los pleitos y reyertas de sus vecinos o a husmear entre los legajos que daban fe de otros pretéritos, también le proporcionó un retiro, no siempre deseado, pero acaso sí imprescindible para levantar una obra de la envergadura de la suya.
Pero no fue en la invención de un territorio literario propio en lo que realmente destaca la obra de Antoñana, si no más bien el la elección de sus personajes, la gente humilde de la Tierra de Yoar o Ioar, las gentes de Tierra Estella, de Navarra y por ende de todo el mundo, los campesinos empobrecidos, los jornaleros, los desamparados siempre a merced de los poderosos o de los sinvergüenzas, como aquellos portugueses a los que unos contrabandistas del Pirineo Navarro nada legendarios estafaban y abandonaban a su suerte, los vencidos de todas las guerras padecidas hasta aquella que conoció de pequeño y en cuyo reguero de sangre e infamia quiso ver el desenlance de una tragedia de décadas.
Antoñana escribió la intrahistoria de un país que conocía al dedillo, de una gente que no era pura mistificación sino aquella con la que trataba cada día, que disfrutaba de unos tanto como padecía a otros. Y como su República de Ioar estaba donde estaba, también habló de casas solariegas y blasonadas, de los carlistas y los perdedores de sus guerras, de los abusos de los de siempre, los que todavía hoy en día dictan las normas y manipulan los sentimientos y hasta la identidad del ciudadano convertido en manada, las identidades como tapadera de a saber qué oscuros intereses, de la eterna Guerra del Norte, de aquellos paisanos que iban de ésta a otras tierras y viceversa. Del modo cómo lo hizo, el mundo que construyó y la sensibilidad con la que lo hizo, habla Sánchez-Ostiz en su libro:
No estoy seguro de que sea necesario haber vivido o vivir en la tierra que Antoñana ha llevado a sus papeles de invención literaria o de crónica errabunda, para entender estas cosas. En todo caso esas páginas son una forma impecable de conocer esa parte que, de ordinario, permanece a oscuras, voluntariamente oscurecida por una forma épica de contar una historia que no suele tener en cuenta a quienes la padecen, al margen de los números o de las referencias genéricas a los nombres de los regimientos, siempre gloriosos, como los apellidos y los títulos nobiliarios de sus jefes. Lo dijo muy bien Antoñana:"un culto, una mística, una secta de iluminados.. y de cucos".
Pero el libro de Sánchez-Ostiz también habla del oficio del escritor, ese que parece no serlo si no tiene éxito, que es despreciado por ello en un mundo cada vez más ágrafo, puede que sólo teleabducido, y todavía más en una tierra tan poco dado a las letras que no sean de cambio o por el estilo, una tierra agraria siquiera ya sólo en su espíritu y modos. Por eso habla de éxito mediático que no tuvo el de Viana, de sus ocasiones fallidas, las decepciones y engaños por partes de terceros, las luces al final del tunel que al final daban en otro, el escaso reconocimiento que ya en sus últimos años apenas se extendió más allá de sus incondicionales del País Vasco-Navarro, de un reconocimiento institucional que le vino tarde y siempre a regañadientes por parte de unas autoridades, las navarras, que a la vez que le colgaban al cuello una medalla como la de Príncipe de Viana, también lo colmaban de calumnias a sus espaldas, como esa que pretendía hacerle pasar por un simpatizante de ETA y los suyos, siquiera por haber escrito durante un tiempo en su periódico, en EGIN, cosa que hicieron en su tiempo, de mucha confusión como fue el de la Transición, otros ilustres y todavía más conocidos personajes como Savater y a ver quién se atreve a mantener algo parecido; nada más lejos de Antoñana que el elogio del verdugo sea cual sea éste.
Y como el reconocimiento, que no el éxito que es cosa harto subjetiva y siempre efímera, no llegó en su debida medida, como las trabas con las que se encontró casi siempre tuvieron como motivo las de una época de infinitas grisuras en la que la censura y sobre todo la autocensura podía condenar al ostracismo a cualquiera que se atreviera a poner la pluma en la llaga, salirse del tiesto, como le dio por escribir de lo que algunos no consideraron oportuno y otros simplemente poco comercial, como años más tarde incluso tuvo que aguantar a los soplapollas enteradillos o apoltronados del mundodelacultura que le achacaron de demodé, de haberse aquilosado en lo suyo, un Benet antes de Benet, incluso de ser un escritor de provincias, digo yo que como lo fueron Joyce, Kafka, Benet, Chejov o el propio Faulkner, como todo eso duró lo que duró y Antoñana tampoco hizo gran cosa para remediarlo, en parte porque no estaba en su mano, y en parte también porque no iba con su carácter mendigar lo que se merecía por sus propios méritos, y no por soberbia sino más bien por todo lo contrario. Por todo eso padeció grandes depresiones y todavía más desilusiones. Pero eso sí, si bien es cierto que otro muchos conocieron igual o similar suerte, no hay en esto de los libros pocas esperanzas frustradas o ilusiones de apenas un minuto y medio, sé lo que me digo, y a diferencia de la mayoría de todos estos escritores que claudicaron por aburrimiento o simple prescripción médica, Antoñana nunca tiró la toalla, siempre perseveró aunque fuera para darse una y otra vez contra el muro de la indiferencia ajena, lo persiguió pero no lo consiguió, al menos no del todo, aunque ya daría más de uno lo que fuera por todo el cariño y reconocimiento de los suyos, siquiera de su entorno más inmediato. Por qué no iba a hacerlo, si más allá de lo evidente, el amor hacia la familia o los amigos, el apego por la pequeñas cosas de la vida, saber apreciar la belleza al alcance de uno, la escritura era lo que daba sentido a ésta.
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