miércoles, 20 de noviembre de 2013

MUNDANECES



 
Sábado por la mañana, según todos los agoreros meteorológicos hoy deberíamos habernos quedado en casa viendo llover desde la ventana. Exactamente tal y como ha transcurrido la noche, que ha habido momentos que caían chuzos de punta sobre la ventana inclinada del dormitorio y servidor se ha sobresaltado varias veces. Pero amanece y ni gota, aún más, luce un sol generoso en el cielo. Se impone paseo matutino por el centro. Sacar a la familia de casa es toda una odisea, sacarlos sin que los críos berreen o peleen entre ellos prácticamente imposible, servidor hasta se ha llevado una patada en los huevos por parte del canijo y su bota cuando, sentado en el rellano de la escalera, pretendía ponerle bien las mangas del abrigo, parece que al monstruo no le ha parecido bien la idea y me ha hecho ver las estrellas. 

De modo que nos dirigimos, servidor renqueante claro está, hacia el centro de Oviedo. Me encanta pasear por la ciudad, por cualquier ciudad, soy un animal esencialmente urbano y callejear mientras voy fijándome en las fachadas de los edificios, los escaparates de las tiendas, en el mobiliario urbano y, ya muy en especial, en la gente, es para mí un espectáculo tan vital como esencial. Además, disfruto como un enano con el paisanaje carbayón (ovetense), y en especial con las pintas de la gente mayor, anciana incluso. En todas partes cuecen habas, sí, claro, no hay ciudad de provincias a la que no le falte precisamente eso, su casta provinciana, gente de bien que luce como tal por la calle, que sale en búsqueda del reconocimiento de sus vecinos, dejarse ver que se decía antes, que conste que seguimos en la brecha, que todavía estamos en la pomada. No obstante, y en esto convendrán muchos asturianos, se podría decir que Oviedo tiene como particularidad haber hecho de lo rancio una seña de identidad para muchos, lo que se conoce popularmente como el Oviedín, esa querencia entre muchas de su gentes por formas y modos del pasado más allá de las modas y las épocas, cosa de ir por la calle Uria, la principal, y alrededores y verla a rebosar de señoras mayores con abrigos de piel y cardados del tiempo de cuando sus madres o ellas mismas asistieron a la boda de Paca la Culona con una de ellas, o lo que viene a ser lo mismo, y para que nos entiendan los más jóvenes, que no puedes dar un paso sin tropezar con señoras que parecen parientas lejanas del Dracula de Coppola. Luego están sus consortes con sombreros y trajes directamente sacados de Cuéntame, abueletes elegantes, sí, pero que parecen abonados hasta los restos a un estilo de la posguerra que ganaron ellos o sus padres, abundan gabardinas, americanas tweed o azul marino con mucho floripondio marino, chalecos, pañuelos de seda, algún sombrero a lo Bogart y no digamos ya los barbours entre los más jóvenes. Insisto, sí, como en cualquier otra ciudad de parecidas dimensionas geográficas y vitales, por supuesto, sólo que aquí como si se hubiera hecho de lo "vetusto" una profesión de fe, we love Regenta forever. Y por eso, por eso también Oviedo no me resulta una ciudad especialmente amable para alternar. Se nota demasiado eso en determinadas zonas eso que decía antes del "dejarse ver", el pasar lista de las pequeñas ciudades como en la calle Dato de mi ciudad natal, el Boulevard donostiarra, el Espolón de Logroño o la Plaza del Castillo de Iruña. Prefiero mil veces antes pasear por Gijón, se respira un aire distinto, aunque sólo sea por el que viene del mar, eso y que me resulta una ciudad más abierta, popular, acogedora, menos atildada y señorona que la capital del Principado. Y por eso también recordaba mientras paseaba las palabras que escuché anoche en el documental de Trueba, "La Silla de Fernando", a Fernando Fernán Gómez acerca de que cuando él era joven en aquella España de posguerra la obsesión de la gente no era estudiar o trabajar para ser el mejor en su oficio, no, lo que obsesionaba era ser alguien importante independientemente del qué o el cómo, ser o dedicarse a lo que fuera pero siempre con el objetivo de poder decir o presumir que se era algo, siempre algo por encima del simple patán, de aquel un peldaño por debajo de uno. Mentalidad de hidalgos que parece heredada directamente del Siglo de Oro y que mucho me temo que todavía está en boga en buena parte del país, si no en todo, ese querer ser alguien a toda costa, sentirse por encima del resto, poder tener alguien a mano al que mirar por encima del hombro por muy peregrina que sean las razones.

Menos mal que en seguida hemos llegado hasta la Plaza de Abastos en lo antiguo junto a la del Fontán. Allí ya paseando entre los puestos de comida a uno se le quitan las ganas de hacer antropología de barbecho y se centra en las cosas verdaderamente importantes de la vida: escoger la comida. Y así ha sido, aunque en el primer puesto de frutas a la entrada había una escandalosa exposición de setas de temporada, como en realidad nos apetecía un pescado al horno, nos hemos dirigido hasta las pescaderías donde, en efecto, y sobre todo en contraste con lo que se ve en otros sitios, la variedad de especies y la abundancia de pescado llegado directamente de las lonjas del Cantábrico, llamaban poderosamente la atención con esas doradas de varios kilos, esas lubinas salvajes pura lujuria, esas merluzas de Avilés tamaño tiburón azul o el marisco con la ñoclas a la cabeza. Lo dicho, pura lujuria cantábrica. Al final nos hemos decantado por dos virreyes, un pescado de carne blanca deliciosa que luego he puesto al horno con unas patatas panaderas con cebolla, un fumé y un sofrito de ajos y vinagre de sidra; claro que eso ha sido después de hacer el debido acopio de paciencia porque llegar a casa de dar una vuelta por el centro y ponerme a cocinar me apetecía tanto como la patada en los huevos que me había dado el pequeño antes de salir de casa. Pues eso, mundaneces de uno mismo.

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